Novela de romance contemporáneo +16
Historia única e independiente, pero relacionada con «Mi último: sí, acepto»

Disponible en:
El esposo de Holly muere en un accidente de tránsito el mismo día en el que celebraban su vigésimo aniversario de boda. Desconsolada por no haber podido decirle adiós a Sam, decide prepararle un funeral especial para honrar su vida. Sin pensar que, gracias a la fuerza del amor que los une, tendrán una nueva oportunidad para verse.
Holly siente que la visita del espíritu de Sam será el apoyo que ella necesita para continuar con su vida, buscarse un empleo y cumplir así con todas las responsabilidades económicas de las que tendrá que hacerse cargo a partir de ese momento.
Deberá hacerlo por sus hijos y por ella.
Una serie de eventos importante en su vida, le demostraran que con confianza en sí misma y ganas de superación, puede lograr todo aquello que se proponga. Entre esos eventos, conoce a Steve, a quien deberá ver más seguido de lo que le gustaría.
Movido por los celos, el espíritu de Sam empieza a comportarse de una manera extraña, haciendo que Holly empiece a cuestionarse si realmente está haciendo lo correcto en mantener al espíritu de su marido junto a ella.
—¡Listo! —me dije cuando había terminado de arreglar todo.
Fui a la cocina, me serví un poco de vino en una copa y luego fui a al baño para retocarme el maquillaje.
Sam tardaría un poco en llegar. Se había desatado un diluvio y era la hora de mayor tráfico en la ciudad.
Era nuestro aniversario, celebraríamos 20 años de perfecta unión. Estábamos en nuestra mejor época, tanto sentimental como económica. Teníamos muchas razones para celebrar.
Suspiré, tomé un sorbo de mi copa y vi la mesa servida.
Me había quedado estupenda.
Sonreí.
Tenía una vida perfecta, no podía pedirle más al universo.
Me sentía tan enamorada de mi marido como el primer día.
Mi mente empezó a evocar aquellos recuerdos de cuándo y cómo conocí a Sam.
Aquella tarde en que nos conocimos también estaba lloviendo, lo suficiente como para quedar empapado con tan solo cruzar una calle. Estaba entrando el otoño y el viento, como de costumbre en Chicago, era muy fuerte. Iba retrasada al trabajo y no quería perder mi puesto, así que intenté caminar un poco más bajo la fuerte lluvia, y entendí que tendría que desistir de mi plan por unos minutos, cuando una ráfaga de viento casi se lleva volando mi paraguas.
Conseguí refugiarme en una pequeña cafetería, junto a otras personas.
La cafetería tenía un clima agradable, aunque un poco húmedo debido a la cantidad de gente que estaba dentro. Me preocupaba la hora. Era la cuarta vez en esa semana que iba con retraso al trabajo. El lunes y el miércoles, fueron cinco minutos; el jueves, diez; y ese día, ya llevaba 17 minutos. Mi jefe me iba a matar.
Estaba en los exámenes finales de la Universidad, quería convertirme en chef repostera y para poder vivir sola, porque no podía soportar más a mi madre, tenía que trabajar. Había conseguido un puesto de práctica —remunerada— en la pastelería de más renombre de la ciudad en ese momento. Así que, por razones de sobra, no podía darme el lujo de perder mi puesto.
En la cuarta vez que vi el reloj que llevaba en mi muñeca, fui interrumpida por una grave voz masculina.
—¿Quiere tomar un café? —cuando levanté la vista, me sentí invadida por una sensación que jamás he logrado describir. Lo más parecido que siempre he conseguido decir, es que fue como si me hubiesen metido dentro de la piel a un millón de hormigas que escapaban como locas del fuego.
Cuando el hombre que estaba frente a mí me sonrió, yo puedo jurar —hasta hoy día— que empecé a escuchar música celestial. Nada parecido al estruendo de truenos y lluvia que ocurría fuera del local y que se empeñaba en traspasar todos los límites.
Me quedé muda ante la básica pregunta del hombre.
¡Qué tontería más grande, solo debía decir que sí!… Y no conseguí hacerlo.
El hombre me sonrió de nuevo.
Era hermoso. No como los actores de la TV. No, su hermosura era real. De esas que no sabes cómo definir exactamente qué es lo que más te gusta en él, porque su rostro funciona como un todo. Tampoco voy a decir que parecía un ángel, porque estaría mintiendo.
Era perfecto para mis ojos, con su cabello rizado y rojizo, su nariz imperfecta y sus brillantes ojos verdes. Hasta sus pecas me parecieron hermosas a pesar de ocupar gran parte de su rostro.
—Tengo que seguir con mi trabajo —volvió a decir él—. Si quieres algo, por favor, solo dímelo y te lo traigo —finalizó con un guiño de ojo y una media sonrisa que me dejó sorda y estúpida el resto del día. Recuerdo haberme puesto tan nerviosa por la forma en la que me vio, que salí corriendo de la cafetería, sin importar que, afuera, el diluvio universal amenazara con acabar a la ciudad en las próximas horas. No tuve tiempo ni de sacar el paraguas antes de que mis nervios me hicieran salir de forma histérica del lugar.
Para mi suerte, cuando llegué al trabajo, François estaba muy ocupado con una tarta de bodas para No-sé-quién que era muy importante. Solo me vio con ojos reprobatorios y negó con la cabeza.
El problema vino después. Cuando me ordenó hacer un pastel obsequio para ese No-sé-quién y el pastel no levantó. Quizá olvidé colocarle los huevos. Nunca sabré qué le faltó a aquel pastel, porque no lo recordaba. Pasé toda esa tarde en blanco. Bueno, no exactamente en blanco. En mi mente solo existía un pensamiento y era: el hermoso pelirrojo que había dejado en la cafetería.
—Vete a casa, Holly —me dijo François.
—Lo siento mucho, François. No sé qué me pasa hoy.
—Tienes cara de enamorada. Ve a casa y vuelve mañana. Por favor, vuelve con concentración porque si no, te voy a pedir que no vuelvas más.
Salí corriendo. No sabía si por la seriedad con la que François me habló o porque me asustó cuando mencionó que estaba enamorada.
¡Qué tontería más grande! ¿Cómo me iba a enamorar en cinco minutos?
Y aunque me parecía una locura, la tentación de ver al chico de nuevo fue mayor.
Fui a la cafetería. Mi ropa colaba agua, no paraba de llover y era el único cambio de ropa que llevaba.
Entré al baño.
Cuando me vi el aspecto, me reprendí por haber llegado así al trabajo.
Por eso era que François me observó con mala cara, estaba segura. No había sido por haber llegado tarde, sino más bien, por mi aspecto de regadera ambulante y por haberle dejado todo mojado a mi paso.
En el segundo momento en el que me vi al espejo, me reprendí con mayor fuerza por haber sido lo bastante necia en volver al café —con semejante facha— para ver al hombre que se apoderó de mis pensamientos durante esa tarde.
¡Qué vergüenza! Lo mínimo que podía hacer era disculparme por haberle mojado todo el café al entrar.
Me escurrí un poco el cabello con papel para secarse las manos. Tras empapar al menos una docena de servilletas tratando de secar una de las mangas de mi camisa y ver que me llevaría toda la vida —y toda la reserva de paquetes de papel para baño que tuvieran en el depósito—, respiré profundo y salí derrotada.
Menuda sorpresa me llevé cuando abrí la puerta.
Ahí estaba, el príncipe pelirrojo sonriendo con picardía y con una camiseta en la mano.
—Lo siento por esperar aquí afuera —me dijo un poco avergonzado—. Te vi entrar, correr al baño y pensé que… quizá te gustaría colocarte algo seco. Solo tengo esta camiseta.
Yo le sonreí. ¡Sí! Conseguí sonreírle.
—Gracias —para mi sorpresa, mis brazos respondieron al comando «agarra la camiseta y entra al baño de nuevo».
Eso hice. Seguía colando agua de mi ropa íntima, pantalones y los zapatos, eran un constante splash, splash cada vez que daba un paso.
Me senté en una de las mesas.
De inmediato recibí el mejor café americano que me había tomado en la vida.
El café venía acompañado de una nota.
“¿Podrías esperar un par de horas? Me encantaría conocerte y no quiero interrupciones. El café cierra a las 8 p.m.”
Lo pensé un instante. Estaba empapada y no era muy buena idea permanecer así más tiempo porque el resfriado que agarraría sería gigante.
No, no era buena idea.
Por otro lado, ya llevaba muchas horas en aquel estado, me había mojado con el aguacero dos veces, el frío ya estaba sintiéndolo en mi cuerpo desde hacía rato… así que, ¿qué más daban un par de horas más?
Mi sentido de la responsabilidad se debatía en un duelo a muerte con la curiosidad que tenía por conocer al príncipe pelirrojo. Si me enfermaba, iba a perder algunos días de clase y luego estaba el tema del trabajo y…
¡Al diablo con todo!
Mi curiosidad le respondió con un ataque sorpresa a mí sentido de la responsabilidad.
Respondí en el mismo papel, un poco más abajo.
“Me parece buena idea”
Así esperé el tiempo acordado. Para cuando el local estuvo vacío, el chico se acercó de nuevo a mí.
—¡Santo cielo! ¡Estas temblando del frío! Lo siento, no pensé en esto cuando te pedí que te quedaras. Vamos, te llevo a casa.
Traté de responderle, pero los dientes me castañeteaban tanto que era incapaz de controlarlo. Así como tampoco estaba siendo muy buena para controlar los temblores que tenía mi cuerpo.
Como pude, le indiqué en dónde vivía. Me acompañó hasta la puerta de casa.
—Déjame ayudarte con eso —dijo mientras yo buscaba en mi bolso, sin éxito alguno, las llaves de casa.
Él las encontró y abrió la puerta.
Entró conmigo y me ayudó todo lo que pudo. Me hizo tomar una ducha caliente. Preparó una sopa instantánea que tenía en la despensa y me dio un té muy caliente.
Cuando los espasmos pasaron y empecé a entrar en calor, mi cerebro empezó a reaccionar.
Había dejado entrar en casa a un completo desconocido que me ayudó, entre otras cosas, a desvestirme para meterme en la ducha. ¡¿Qué diablos pasaba conmigo?! ¡Yo no actuaba de esa manera! Podía haberme pasado cualquier cosa.
Él seguía ahí. Al lado mío, en el sillón del salón viendo la TV.
Se volvió a verme.
Sonrió.
Era imposible que pudiese hacerme daño.
Imposible.
Nadie que pudiese sonreír de esa manera y que tuviese una mirada tan dulce, podía hacerle daño a otro ser humano.
—¿Te sientes mejor? —me preguntó tomando mi mano.
—Sí, gracias.
—La verdad es que fui un poco egoísta e impulsivo al pedirte que te quedaras en el café estando empapada por la lluvia. He debido pedirte tu número de teléfono y ya —Levantó los hombros—, pero es que cuando lo pensé, tuve miedo de que luego no respondieras al teléfono. Sabes, por si te había parecido un baboso o tal vez tengas novio y no puedas salir conmigo.
—¿Quieres que salga contigo? —una serie de estornudos se escaparon de mi boca.
Él estudió un poco mi cara. Siempre sonriendo.
—Sí, quiero que salgas conmigo. Pero creo que será en un par de días porque vas a estar resfriada las próximas 48 horas. Me llamo Sam, por cierto —guiñó un ojo—. Y aquí te dejo anotado el número de mi casa y el del trabajo. Necesito ir a casa para estudiar. Mañana tengo un examen importante y no puedo reprobar, mucho menos faltar. Pero quiero que sepas que si necesitas algo, a cualquier hora, llámame por favor.
Yo asentí con la cabeza.
Sentía que estaba en un sueño. Estornudé de nuevo.
Otra vez. Y cinco veces más.
Él suspiró mientras observaba el clima a través de la ventana.
—Vendré mañana luego del examen. Te lo prometo. Quiero que te mejores pronto para poder salir contigo —guiñó de nuevo un ojo.
—Gracias, Sam —respondí mientras él se acercaba a la puerta—. Estaré bien, no te preocupes. Nos veremos mañana.
Se quedó parado en la puerta como esperando algo.
—De verdad, Sam, gracias por todo. Voy a estar bien. Te llamaré si necesito algo.
Sonrió.
—¿No se te olvida algo?
Negué con la cabeza porque estaba estornudando de nuevo.
—Me gustaría saber ¿cuál es tu nombre?
Me sentí como la idiota más grande del universo. ¿Cómo no se me había ocurrido decirle mi nombre?
Solté una carcajada.
—Lo siento, Sam. Holly, mi nombre es Holly. Te daría la mano pero podría contagiarte el resfriado.
—Y yo te daría un beso, pero ocurriría lo mismo y alguno de los dos tiene que estar bien para cuidar del otro.
Me temblaron las piernas. No por el frío que tenía acumulado en el cuerpo.
Estoy segura de que me sonrojé al máximo porque él sonrió con muchísima picardía.
Y se marchó.
Al día siguiente, consiguió permiso en el trabajo para pasar toda la tarde conmigo y poder cuidar de mí.
Mi Sam. Suspiré volviendo a la realidad porque mi móvil no paraba de sonar.
—Querida, ¿cómo estás? —era mi amiga Jen.
—Muy bien y ¿tú?
—Bien, bien. Atascada en un tráfico espantoso en la autopista. Parece que hubo un accidente de varios coches y bueno, aquí estoy. Desesperada por llegar a casa, darme un baño, tomar un chocolate caliente y luego, meterme en la cama a ver Grey’s Anatomy. Quiero ver a McSteamy y concentrarme cuanto pueda en su imagen para poder soñar plácidamente con él esta noche. Me vendría de maravilla un sueño con él.
Solté una carcajada.
Jen, mi mejor amiga, era un caso perdido. Siempre estaba enamorada del actor de moda. En la vida real no existía la posibilidad de un «novio» para Jen. Después del divorcio de segundo marido hacía un par de años, se juró que, hasta allí, llegaba su simpatía por el amor. Desde ese momento, lo que tenía eran aventuras. Y su amor por los actores de moda.
—Quisiera verte frente a McSteamy declarando su amor por ti. ¡A ver si no vas a cambiar de pensamiento!
—No querida, lo sabes. Ni que sea el mismísimo Brad Pitt el que me declare su amor. Puede ser que pase una deliciosa noche entre sus brazos y luego, sueñe con él cómo lo haría una adolescente, pero lo mandaría de regreso a su vida. Nada de ataduras y menos, responsabilidades de lavar ropa, limpiar y cocinar. Nada de eso.
—¿Ni que sea Brad el que te lo pida?
—Ni eso —respondió ella divertida—. Entonces, dime, ¿ya tienes todo arreglado para la celebración de esta noche?
—Sí. Gracias por tu ayuda con las flores, amiga. Eres un sol. Quedaron preciosas en el salón y en el comedor.
—Me alegra. Ya son las ocho. Sam, debe estar por llegar.
Jen y yo éramos amigas de la infancia. Vivimos una al lado de la otra durante gran parte de nuestra vida. En la actualidad, era copropietaria de una floristería. Su socio, era su exmarido número dos. Jen siempre fue amante de las flores y tras tomar varios cursos, tenía la ilusión de abrir su propia floristería. Carl —exmarido número dos—, le compró el local y lo habilitó para que ella pudiera cumplir sus sueños. La única condición de Carl era que él sería su socio, aunque no supiera nada de flores. Carl parecía el marido perfecto. De verdad. Pero su disfraz de «marido ideal» acabó cuando Jen lo encontró encima de su secretaria, en su propia oficina. Ella iba de visita para invitarlo a almorzar porque consiguió un gran cliente que le daría un impulso increíble a su floristería, y se encontró con aquella imagen. Pobre. Así que ella, durante el divorcio, no le cedió su parte del negocio y él, con la ilusión de reparar el daño que le había hecho, nunca le vendió la suya porque pensaba, que tarde o temprano, terminaría reconquistándola.
—Sí, Sam llamó hace un par de horas. La verdad es que ha debido estar aquí hace un buen rato, pero de seguro se detuvo en algún lado a comprar algo especial para hoy.
—¿Y los niños? —eso siempre me hacía gracia. Los niños. Ya eran unos adolescentes y aún, les decíamos «niños».
—En casa de mi padre. Se los llevó el fin de semana completo. Y sabes que a ellos les encanta estar con su abuelo Paul.
—Es que tu padre es encantador.
—Mi madre también llamó hoy.
Jen suspiró.
—Tranquila —dije—. No permití que me dijera nada que pudiese dañarme el día. Hasta puedo decir que no tuve que esforzarme mucho. Parecía gentil. Inclusive, me felicitó por el aniversario.
—Algo está tramando, estoy segura. Sabes que te quiero con el alma, pero odio a tu madre por lo mucho que te hace sufrir. Y estoy segura que esa mujer está tramando algo. Ya verás
Yo solté una carcajada.
—No me sorprendería que así fuera. La verdad es que yo también lo pensé cuando colgué el teléfono.
—Bueno, no dejes que nada te arruine la noche ni el fin de semana. Desconecta los teléfonos y en los móviles, solo recibe la llamada de tu padre o de tus hijos. ¿Entendido?
—Y ¿qué hay de ti? Si te ocurre algo, ¿a quién vas a llamar?
—Al 911, para eso existe.
Reí de nuevo. Y sentí que Jen también reía de su comentario.
—Vale, entonces espero que la pasen muy bien.
—Gracias amiga, espero que tu… —el timbre de casa me interrumpió—. Espera un segundo, Jen, que están llamando a la puerta.
Abrí la puerta.
Me encontré a dos oficiales de policía parados frente a mí.
—Buenas noches. ¿Usted es la señora Morgan?
Por un momento, me temblaron las piernas.
—Sí, soy yo —respondí apretando el móvil con fuerza. Aún lo llevaba pegado a la oreja.
Los oficiales se vieron a los ojos y luego uno de ellos dijo:
—Lo sentimos mucho, señora Morgan, pero su marido —abrió una libreta en la que llevaba anotado algo—, el señor Sam Morgan, acaba de tener un accidente automovilístico y está siendo trasladado al hospital.
Mis piernas fueron incapaces de soportar el temblor y de no ser porque uno de los oficiales me sujetó en el momento exacto, me habría estrellado contra el suelo.
—¿Holly? ¿Estás ahí? —escuchaba a lo lejos la voz de Jen—. Holly, contesta por favor. ¿Qué está pasando?
Los oficiales estaban dentro de casa conmigo.
—¿Podemos hablar con la persona que tiene al teléfono?
Se lo extendí y me levanté de un salto del sofá. Busqué mi bolso, las llaves del coche y salí.
La patrulla estaba trancando la salida del garaje por la cual debía sacar mi coche. Iba a regresar a casa a pedirles que por favor, la movieran; cuando vi que los dos oficiales salían de la propiedad.
—Ya le he dado la noticia a su amiga Jen —me dijo uno de ellos entregándome el móvil de nuevo—; y le hemos indicado que nosotros, la llevaremos al hospital. El accidente fue múltiple y el atasco en la autopista no le permitirá llegar en el tiempo que usted desea.
—Entonces, andando, señores —dije caminando hacia la patrulla—. Mi Sam me necesita.
Encendieron la sirena y tomamos la autopista.
En el camino, se me ocurrieron dos millones de razones por las cuales mi Sam, lo único que podía tener, era un rasguño. Era un buen hombre. Y a la gente buena, le pasan cosas buenas.
Gozaba de buena salud, se hacía los chequeos anuales que le correspondía hacerse por su edad y siempre salía perfecto en todos.
Tenía un corazón noble. Y a la gente así: buena, noble, honesta y responsable solo le pasaban rasguños. No podía pasarle nada más.
«¿Me estás escuchando, Dios?» pensé, «¡Mi Sam es mío y ni te atrevas a tocarlo!»
El camino se me estaba haciendo eterno, a pesar de que íbamos a una buena velocidad en medio de una autopista que parecía un gran aparcamiento.
Quería preguntar en qué estado se encontraba mi Sam, pero las palabras no me salían de la boca.
«Solo va a ser un rasguño», pensé de nuevo.
Mi móvil sonó.
—¿Si? —respondí sin ver.
Ya estábamos cerca del hospital, podía ver el letrero luminoso más cerca.
—¿Mamá, qué ocurre? ¿En dónde estás? —era Claire.
—Estoy en una patrulla camino al hospital porque tú padre tuvo un accidente.
—¿Cómo? —gritó angustiada Claire y se me hizo un nudo en la garganta. «¡Recuerda!», le dije a Dios de nuevo en mis pensamientos, «¡solo un rasguño!»—. Abuelo, papá tuvo un accidente, tenemos que ir al hospital —escuché a Claire que le hablaba a mi padre en un estado de histeria total—. ¿Hija, qué ocurre? —preguntó mi padre cuando consiguió quitarle el teléfono a Claire. Nosotros estábamos estacionándonos frente a las puertas de emergencia del hospital—. Te llamo luego, papá, acabo de llegar al hospital. Jen viene en camino. Adiós.
Entré y le dije a la mujer de la recepción.
—Mi marido, el señor Sam Morgan, acaba de ingresar por un accidente de tránsito.
—Tome asiento en la sala —dijo señalando una puerta—. Enseguida le indico al médico que usted está aquí.
Entré en la sala custodiada por los dos oficiales.
Eso no estaba pintando bien.
«¡Solo un rasguño, Dios. Escúchame bien, no te permito que hagas nada más. Sam es mío y de mis hijos! ¿Entiendes?»
Dos segundos después, entró un hombre de cabello blanco, con el uniforme verde oscuro y la bata blanca encima.
—Buenas noches, señora Morgan, soy el doctor Smith —me extendió la mano y respondí su saludo—. Su marido, Sam Morgan, fue trasladado al hospital. ¿Ha visto las noticias?
Negué con la cabeza.
—Estaba ocupada con la cena de nuestro aniversario.
Se me hizo un nudo en la garganta y las rodillas amenazaron con dejar de cumplir su función cuando vi que el médico suspiró, negó con la cabeza, se hizo presión en el tabique con el pulgar y el índice, y luego, me pidió que me sentara.
Se me llenaron los ojos de lágrimas.
«¡Te lo prohíbo Dios! ¡PROHIBIDO!» Ordené en mis pensamientos.
—Holly, ¿puedo llamarla Holly? —preguntó el médico y yo asentí—. Lo siento mucho. Su marido falleció en el acto. Recibió un fuerte golpe en la cabeza que lo mató instantáneamente.
Me desmayé.