Bilogía de romance paranormal y fantasía +18

Esta bilogía debe leerse en orden

Carlota e Isabel son las herederas de Naranjales Alcalá, una hacienda antigua y en muy mal estado ubicada a las afueras de Valencia que Isabel se propone restaurar tras su repentina y dolorosa ruptura con Luke.

Carlota llega a la hacienda arrastrada por su marido que quiere dejar atrás Nueva York y dedicarse a la vida del campo. Además, él cree que en el campo Carlota recuperará sus musas y podrá escribir otro Bestseller.

No está muy alejado de la realidad porque, una noche, Carlota e Isabel encuentran en las entrañas de la propiedad un antiguo ataúd.

¿Tendrá algo que ver el misterioso ataúd con las leyendas que giran en torno a la hacienda?
¿Será ese secreto capaz de despertar las musas de Carlota y de enseñarle el camino al amor a Isabel?

Te invito a servirte un café y a descubrir los secretos de esta historia…

El móvil de Carlota sonaba con insistencia.

Ella estaba bajo la ducha, pero, por la melodía que sonaba, sabía que era su hermana la que llamaba y debido a la insistencia con la que llamaba, estaba segura de que algo había pasado.

Salió con rapidez de la ducha y tomó el aparato para responder.

—¿Qué te ocurre?

—Necesito hablar con alguien.

Carlota suspiró.

Podía intuir lo que ocurría con su hermana sin tener la necesidad de escuchar lo que ella tenía que decir.

—Estoy en casa. Ven que te preparo un café y conversamos.

—En cinco minutos estoy allí.

Colgaron la llamada y Carlota corrió a vestirse. Pantalón y camisa de algodón, fue lo primero que se encontró en el armario y con lo que se vistió.

Había dejado a la pequeña Alicia hacía un par de horas en la guardería. Y como cada día, después de dejar a la niña allí, hacía su rutina de ejercicios que consistía en correr una hora y media por Central Park.

Cinco minutos después, Isabel estaba entrando en su casa.

Apenas se vieron, su hermana se echó en sus brazos y empezó a llorar a cántaros.

Carlota se asustó. Nunca había visto a su hermana en ese estado y estaba empezando a pensar que había ocurrido algo muy malo.

No una simple pelea entre ella y Luke.

—Shhh, cariño, ¿qué ocurre?

Isabel intentaba hablar, pero el llanto no la dejaba.

—Creo que… —sollozaba y la voz le temblaba—… que… aho… ra sí es definitivo.

Veía a su hermana con miedo.

Carlota sintió que quería matar al imbécil de Luke. Es que no podía ser más estúpido ese hombre. Su bipolaridad estaba acabando con su pequeña hermana.

—No me veas… así —suplicó Isabel tras ver la furia que crecía en la mirada de Carlota.

—Y ¿cómo quieres que te vea, Isabel? —respondió muy molesta, pero sin dejar de consolar a su hermanita—. Luke es un cretino que tiene que ponerse en tratamiento psicológico para que alguien lo ayude a definir qué diablos es lo que quiere en la vida. Y hasta donde yo sé, tú no eres psicóloga.

Isabel tomó una servilleta de papel para limpiarse la cara de las lágrimas que seguían saliendo sin control.

—Tiene dos noches durmiendo en el sofá del salón y… —suspiró—… hace más de un mes que no tenemos sexo —se echó a llorar otra vez en los brazos de Carlota—. Ya no me desea, Carlota. Lo he hecho todo para conquistarlo de nuevo —sus palabras salían atropelladas—. Todo. Y no he conseguido despertar su deseo.

En otras ocasiones, había ocurrido lo mismo. Luke era un hombre gentil y caballeroso en la calle, pero también, muy exigente y controlador. Un hombre que disfrutaba teniendo el poder de mover a su antojo a Isabel.

Un verdadero patán, desequilibrado emocionalmente.

—Vamos a la cocina —dijo Carlota mientras se llevaba abrazada a su hermanita.

Se sentaron a la mesa de la cocina y Carlota sirvió café para ambas.

—¿Por qué crees que, ahora, sí es definitivo?

—Porque se lo pregunté esta mañana. Le dije que si quería que me largara de su casa y me dijo que sí. Que era lo mejor.

Carlota abrió los ojos con sorpresa y lo que sintió fueron ganas de ir de inmediato a patearle, con todas sus fuerzas, el trasero a Luke.

—¿Te das cuenta? —preguntó Isabel con miedo en su voz—. Lo perdí Carlota, lo perdí y ahora no sé qué voy a hacer con todo el amor que siento por él.

Carlota suspiró.

Trató de pensar.

Siempre hacía lo mismo cuando ocurría uno de esos episodios; aunque admitía que, ese, era el primero en el que hablaban de separarse.

Los anteriores habían sido unos bajones emocionales por parte de Luke en los que se deprimía y le comunicaba a Isabel que no sabía si la quería o no. Que lo dejara tranquilo por unos días para aclararse y ella, enamorada al fin, hacía todo lo que él le pedía con tal de poder seguir a su lado.

Para Carlota, aquella relación era de masoquistas y no entendía cómo su hermana había caído en ese círculo vicioso de llantos y depresiones.

Isabel no era así. Nunca fue así. Siempre fue la más fuerte y menos sentimental de las dos. La sarcástica y la que siempre tenía los pies en la tierra.

Verla ahí, llorando desesperada porque el hombre que amaba ya no la amaba a ella, llevó a Carlota a pensar que se encontraba frente a una completa desconocida.

La Isabel que conocía, se había esfumado dejando a esta nueva y desdichada mujer.

Carlota, suspiró una vez más.

—¿Qué piensas hacer? —le preguntó a su hermana.

—No lo sé, creo que esperaré unos días con la esperanza de que esto no sea más que una pesadilla.

—¿Y si no lo es, Isabel? ¿Si en unos días todo sigue como hasta ahora? ¿Qué vas a hacer?

A su hermana se le cargaron los ojos de lágrimas y rompió a llorar desconsolada porque sentía que ya nada tenía sentido.

Aquella mañana despertó con la esperanza de ver a Luke sonriéndole a su lado, pero lo que encontró fue vacío en su cama.

Cuando salió al salón, lo encontró en el sillón con una manta encima, viendo fijamente a la TV.

En el momento en el que ella, desesperada, le preguntó si todo se había acabado, fue que Luke se dignó a verla a los ojos para emitir las palabras que más dolor le causaron a ella.

—¿Qué es lo que quieres, Luke? —su voz empezó a quebrarse allí—. ¿Quieres que me vaya de casa?

—Yo creo que es lo mejor, Isa.

Fue el momento en el que Isabel sintió que su vida acababa y que necesitaba hablar con su hermana.

Carlota siempre era su apoyo. Aunque eran muy diferentes, las hermanas Alcalá, desde muy pequeñas, estuvieron en todo momento la una para la otra. Incluso cuando Isabel se mudó a Nueva York para estudiar mientras Carlota permanecía en el país latinoamericano en el que nacieron y crecieron.

Siempre estuvieron unidas.

Para Isabel no había nadie en el mundo que pudiera darle un mejor consejo que su hermana, aunque a veces, se empeñara en no tomarlos creyendo que ella se las sabía todas.

Como en ese momento, en el que su hermana le preguntaba qué decisión iba a tomar si las cosas con Luke seguían igual en los próximos días.

Isabel se quedó en blanco. Le aterraba pensar que podía perder a Luke.

Era el hombre de su vida.

Trató de calmarse un poco, aunque seguía sin poder pensar con claridad porque los sentimientos la estaban dominando.

—¿Cómo van los preparativos del viaje? —le preguntó a Carlota tratando de evadir la pregunta que su hermana le hizo.

Esta la vio con cara de pocos amigos, sabía que la estaba evadiendo.

—Bien. Ya está todo arreglado.

Isabel sonrió.

—Ojalá que allá encuentres la inspiración que tanto te hace falta —comentó tras tomar un sorbo de su café.

Carlota suspiró… una vez más.

—¿Por qué no te vienes con nosotros? Ya. Vamos a la agencia y compramos un pasaje para el mismo día en el que nos vamos nosotros. No quiero dejarte sola aquí con todo esto que estás pasando.

Isabel negó con la cabeza.

—No, seguiremos con el plan tal cual como lo trazamos.

—Isabel, deja de ser tan terca una vez en tu vida —Carlota se estaba alterando—. Vamos a España, respiras un aire nuevo y nos concentramos en la restauración de la hacienda. Eso te mantendrá la cabeza ocupada y podrás pensar si amas o no a Luke.

Isabel la vio con indignación.

Su hermana siempre se encargó de hacerle ver que ella no estaba realmente enamorada de Luke. Que lo que tenía con él era una dependencia asquerosa por haber pasado malas experiencias en el amor.

Cuando apareció Luke en su vida, parecía que había encontrado al hombre perfecto. Era tan detallista y caballeroso, que ella decidió cambiar todo para complacerlo porque temblaba de pánico al pensar que podía perderlo.

Y ahí estaba, lo había cambiado todo por él y nada de aquello funcionó.

Tal vez su hermana tenía razón. Tal vez todo era dependencia. Aferrarse a la idea de que tenía un hombre perfecto a su lado cuando bien sabía ella que la perfección, no existía.

Sacudió la cabeza como queriendo alejar ese pensamiento.

Era imposible, la dependencia no tenía por qué doler de la manera en la que le dolía el rechazo de Luke. No. Imposible. Ella estaba enamorada de él. Y buscaría la manera de reconquistarlo.

—Es solo un mes, Carlota, ustedes se van y en un mes yo estaré allá como lo acordamos. Además, no es solo Luke. No puedo abandonar la oficina de un día a otro.

—Como quieras. Entonces le preguntaré a Edward si es posible que cambie nuestros pasajes para irnos en un mes, todos juntos. No me emociona dejarte sola con esa tristeza que llevas encima.

—De ninguna manera. Agradezco tu gesto, pero Edward ha hecho muchas cosas para coordinar este viaje y no vas a cambiárselo. Yo voy a estar bien. Te lo prometo.

Carlota sacó un juego de llaves de su casa de un cajón de la cocina

—Toma.

—¿Para qué es esto? —preguntó Isabel.

—Isabel, despierta. Luke no quiere más nada contigo y es obvio que vas a necesitar un lugar en donde vivir. Nosotros no estaremos aquí, así que puedes usar el apartamento hasta que te reúnas con nosotros en España.

Isabel tomó el juego de llaves y sintió que el nudo en la garganta la estaba ahogando.

Su hermana la abrazó mientras ella descargaba sus lágrimas una vez más.

***

Un par de días después, Isabel entraba en casa de su hermana casi a medianoche, arrastrando un par de maletas. El resto de sus pertenencias las sacaría de casa de Luke al día siguiente.

Dejó todo arreglado para poder enviar a alguien por sus cosas porque no se sentía tan valiente como para volver, a la que fue su casa por casi cinco años, para sacar sus cosas en presencia del hombre con el que ella pensaba que se casaría algún día y quien sería el padre de sus hijos.

Vaya ironía de la vida.

Se desplomó en el sofá del salón.

La casa estaba a oscuras.

Vio el reloj que llevaba en la muñeca, su hermana debía estar volando con su hija y su esposo hacia un nuevo país en el que esperaba encontrara una emocionante aventura para contarle al mundo.

Carlota era un genio de la escritura. La novela romántica era su punto fuerte y no en vano, era una autora reconocida a nivel mundial. Sus libros se convertían en bestsellers antes de salir al mercado.

Tras el nacimiento de Alicia, la inspiración de Carlota parecía haber entrado en una huelga profunda. En dos años apenas había alcanzado a escribir una novela, cosa que tenía bastante inconforme a su agente editorial.

No era para menos.

Así que el buen Edward, esposo de Carlota, decidió darle un cambio de ambiente a su mujer a ver si eso le ayudaba a recuperar sus maravillosas musas.

Isabel vio la foto que estaba encima de la mesa que tenía a su derecha. Edward y Carlota eran perfectos el uno para el otro y estaban tan enamorados como el primer día en el que se vieron.

Isabel supo que esos dos estaban destinados a estar juntos en cuanto los presentó.

Sí, fue ella la que los unió por una casualidad del destino.

Edward llevaba la cuenta de la agencia de decoración que fundó Isabel un tiempo después de graduarse en la universidad; y el primer libro de Carlota que se convirtió en Bestseller, la hizo visitar algunas de las ciudades más importantes del mundo, siendo la primera, Nueva York.

Isabel, se encargó de decirle a todo el que conocía que su hermana estaría presentando su libro en una importante librería de la ciudad. Y así fue como Edward llegó al sitio y se lo presentó a su hermana.

Desde entonces, estaban juntos y Ed fue el principal motivo de que Carlota decidiera abandonar Latinoamérica para vivir en la cosmopolita ciudad norteamericana.

Isabel suspiró.

Qué bonitas eran las historias de amor cuando empezaban.

La de ella y Luke también era hermosa.

Sintió una lágrima que se deslizaba por su mejilla.

Se conocieron de una forma un poco accidentada, cuando se tropezaron y los tres cafés que transportaba Luke en una bandeja de cartón, cayeron encima del traje blanco impoluto de falda y chaqueta que llevaba puesto Isabel.

Ese día, ambos tenían prisa por llegar a una reunión pautada y con el retraso que tenían, lo único que veían era la forma de llegar a destino lo antes posible sin ver hacia los lados, y así fue como acabaron colisionando.

Luke se sintió avergonzado con Isabel, y ella no hizo más que soltar un rosario de groserías que hicieron que la cabeza de Luke entrara en shock porque, bañada en café y todo, esa mujer era hermosa y la verdad era que no combinaba para nada con las asquerosidades que salían de su carnosa y sexi boca.

—No deberías decir tantas groserías —le dijo Luke mientras ella lo fulminaba con la mirada y seguía su camino.

Casualmente, él también siguió sus pasos porque, sin saberlo, la cita que ambos tenían pautada para ese día era con ellos mismos.

Y el socio de Luke, por supuesto, que era el único que esperaba en la sala de reuniones de la oficina de Isabel. Habían coordinado una cita con la decoradora porque querían remodelar la oficina de ellos; y la compañía de Isabel, fue la más recomendada.

Isabel entró echa una furia a la sala de reuniones sin darse cuenta de que Luke le seguía los pasos.

Frank se puso de pie en cuanto la vio entrar.

—Buen día —saludó ella con todo el profesionalismo que pudo, le extendió la mano a Frank—. Soy Isabel Alcalá. Disculpe mi aspecto, pero es que un cretino que no veía por donde caminaba decidió volcarme encima los tres cafés que llevaba con él.

Frank sonrió de lado cuando vio la cara de su socio detrás de Isabel.

Fue cuando ella cayó en cuenta que alguien estaba detrás y cuando giró la cabeza y vio al «cretino» allí se le fue el color del rostro.

Él le extendió la mano.

—Luke Miller mejor conocido como: El Cretino —le guiñó un ojo y, en ese momento, Isabel sintió que su corazón latió con mayor rapidez.

Desde entonces, no dejaron de verse.

Salidas a comer, viajes, cine, hasta que, un buen día, Luke decidió que era una buena idea que Isabel se fuera a vivir con él.

Ella ese día estaba tan feliz que se sentía flotar, sabía que, de eso al matrimonio, tal como ella lo soñaba desde que era una niña, sería solo cuestión de tiempo.

Ahora, estaba más que aclarado que sus sueños estaban rotos, como ella, como su vida.

Isabel cerró los ojos y apoyó la cabeza del sofá.

¡Cómo dolía estar enamorada!

Sobre todo, cómo dolía haber cambiado todo en ella para que, al final, ningún cambio resultara suficiente en la relación.

No era ni la sombra de la «Isabel pre-Luke». Ella lo sabía.

Aquella Isabel fue una mujer relajada, tranquila, apasionada por su trabajo, que odiaba hacer ejercicios y que amaba al chocolate más que a su vida. Bueno, al menos eso creía ella porque, después de Luke, entendió que su amor al chocolate no había sido taaaaan grande ya que casi lo abandonó cuando, un día, en una pastelería, por poco se le salen los ojos al ver un inmenso huevo de pascua de chocolate y, en ese preciso momento, Luke se acercó a ella y le susurró al oído —al tiempo que le pellizcaba un poco de carne en las caderas—:

—Recuerda que toda esa grasa, va a acabar acumulándose aquí. Y ya tienes bastante.

Desde que estaba con él era una mujer estresada porque tenía miedo de que nada estuviese perfecto para él.

Se levantaba todos los días a las 6:00 a.m. —inclusive en invierno— para llevar a cabo una rutina de ejercicios que le hiciera lucir un cuerpo de modelo.

Tal como a Luke le gustaba.

Se despertada antes que Luke, corría al baño y de allí salía de punta en blanco para que, cuando el amor de su vida se despertara, la viera hermosa. Porque él odiaba verla en piyama y desarreglada.

Y no le importaba haber cambiado, haberse convertido en una mujer con miedos e inseguridades porque ella pensaba que el amor cambiaba a las personas y que uno tenía que adaptarse a la persona amada para poder ser felices.

El verdadero amor siempre hablaba de sacrificios. Y ella consideraba que sus sacrificios bien valían la pena.

Suspiró.

Quería recuperar a su amor como fuera. Pero no podía negar que se sentía agotada de tantas veces que ya había luchado por hacer que él se quedara a su lado. Por hacer que el amor naciera en él de nuevo. Por hacer que su libido aumentara junto con la seguridad de amar a Isabel como a nada en el mundo.

Aunque él no se lo expresara, aunque en todo ese tiempo que llevaban juntos, él jamás le hubiese dicho «te amo» ella sabía que, en el fondo, él si la amaba.

A su manera, pero la amaba y eso era suficiente para ella.

Esperaría.

Quería tener la esperanza de que las aguas se calmaran, de que esa nueva depresión de Luke desapareciera y les permitiese ser felices otra vez.

Porque ella estaba convencida de que sí habría un futuro para ellos.

Francisco Requena no ha tenido una existencia fácil.

Ha tenido que vivir más de cuatrocientos años como un errante para que nadie descubra su condición. Está cansado de tener que esconderse y huir de la sociedad que quiere darle caza desde tiempos remotos.

Añora a su familia, el contacto con otro ser humano y sobre todo, empieza a frustrarle su soledad.

Su camino está destinado a cruzarse con el de Natalia Castañeda, una chica encantadora, con una personalidad única y con la determinación de cumplir sus objetivos.

¿Podrá Francisco reencontrarse con su hermano; acabar con la sociedad secreta que pretende darle caza; y darse cuenta de que Natalia, es la mujer que le devolverá la vida tal como él la recordaba?

¿Natalia será capaz de enseñarle el significado del verdadero amor?

—Buenos días —saludó Natalia al entrar en la oficina.

Isabel la recibió con una sonrisa.

Natalia dejó el bolso y el abrigo en el perchero, fue hasta su escritorio y encendió su ordenador.

—¿Qué tenemos para hoy? —le preguntó a Isabel, que apuntaba algunas cosas en su agenda.

—Conseguir más clientes, querida. Y tengo una idea para ello —se entusiasmó al ver que la chica le prestaba total atención—. He estado pensando que, la remodelación de las últimas tres haciendas, han quedado de maravilla y se va corriendo la voz de lo bien que trabajamos, pero quiero algo mayor, algo que represente un verdadero reto.

Isabel hizo una pausa para dejar sobre el escritorio su bolígrafo y así explicarle todo con mayor claridad a su nueva empleada.

—He estado explorando la zona y he observado que hay muchas haciendas que parecen estar en completo abandono. Si pudiéramos restaurar dos de esas, despegaríamos a lo grande y estoy segura de que hasta un artículo en la famosa revista de decoración nos vamos a ganar.

—Es una buena idea. No son muchas las haciendas en abandono y conozco la historia de alguna de ellas. La mayoría está en pleitos legales.

Isabel se desinfló un poco.

—No te desanimes. Podríamos tener suerte, estoy segura. Ve a las que más te gustan y saca algunas fotos, cuando regreses, me las enseñas y te digo cuál podría estar disponible para nosotras —Natalia finalizó con un guiño de ojo mientras Isabel aplaudía emocionada y cogía sus pertenencias para marcharse.

—Allí, en la agenda, están las cosas por hacer de hoy. No son muchas, lo más importante sería pasar por Caserío Peña para chequear el avance de la obra en el sitio.

Natalia revisó la agenda.

—Cuenta con ello. Nos veremos en la tarde. ¡Oh! Se me olvidaba decirte que tal vez llegue un poco después de las 5:00 p.m. porque pasaré a visitar a mi abuela que tengo tiempo que no paso por allí y me gustaría comer con ella.

—No hay problema, Nat. Nos vemos luego.

Natalia vio a Isabel cruzar la gran avenida a través del cristal de la tienda. Se sentía afortunada de haber conseguido ese trabajo tras salir de un mal momento de su vida. Fue como una luz que llegó de pronto a esa oscuridad que la tenía atrapada desde hacía tiempo.

Desde pequeña, Natalia fue muy exigente consigo misma. No se permitía caer jamás porque aquello era de perdedores. Esa actitud le sentó bien mientras crecía porque le hizo alcanzar puestos de honor en la escuela, secundaria y luego en la universidad. Tuvo suerte de que, para entonces, sus padres pudieran pagar por buena educación.

Ella quería llegar a ser la mejor del mundo y pensaba que un post-grado en Nueva York y un Master en Florencia, la catapultarían al puesto que tanto soñaba: directora de un equipo creativo.

Para entonces, estaba por cumplir los 26 años y había conseguido un trabajo en una sucursal de decoración alemana que le acabó dando una buena lección.

Ella suponía que, por su asombrosa trayectoria en los estudios, sus puestos de honor y su elevado nivel de exigencia, la elegirían como la nueva jefa del departamento de diseño de interiores.

No fue el caso, por supuesto.

Le faltaba algo indispensable: experiencia.

La vida no siempre te lo pone todo tan fácil. Así que sí, la contrataron, pero para ser la tercera asistente del nuevo jefe del departamento.

Un golpe muy bajo para ella porque se esperaba algo más y no ser la mensajera y la que le sirve el café al «nuevo jefe» y a todo el departamento de ser necesario.

Al principio lo asumió como un verdadero reto. Demostraría que ella valía y que se merecía un puesto mejor, pero su «simpático jefe» no le permitía participar durante las reuniones de los proyectos en las que ella tenía que servir el agua y el café.

—Haz el trabajo para el que se te paga —decía aquel hombre que ella estaba empezando a odiar—. Cuando se abran las postulaciones a segunda asistente, entonces podrás cambiar de trabajo, si lo consigues, claro.

Natalia intentaba parecer calmada cada vez que escuchaba eso y veía que el tiempo se le escurría entre los dedos.

Así pasó más de un año y una postulación a primera asistente.

—No puedes pretender llegar a ser primera asistente si no has sido nunca la segunda. No intentes saltarte los puestos, niña. Para llegar a mi puesto tienes que ganártelo y yo pienso ocuparlo mucho tiempo —le dijo con bastante sarcasmo su jefe en el momento en el que ella, le reclamara con una gran carga de indignación que no la hubiese elegido a ella y sí a una que ni siquiera post-grado tenía.

Entonces Natalia empezó a experimentar las injusticias de la vida en carne propia y, a pesar de que sus padres le sugirieron miles de veces que buscara otro trabajo, ella seguía empeñada en conseguir el puesto de aquel cretino de su jefe. Así pasaron varios años.

Cinco o seis, Natalia no estaba muy segura porque su vida dejó de ser un reto en algún momento y pasó a ser una mujer conformista, dispuesta siempre a quejarse por todo lo malo que le ocurría y se convirtió en una especialista de cotilleos de pasillo.

Se había convertido en lo que tanto odiaba. En una persona que no espera nada nuevo de la vida y que vive resignada a lo que tiene porque eso es lo que ella merece.

Sentía una ráfaga de ilusión cuando veía al equipo de creativos reunirse y escuchar propuestas de diseño que ella misma echaría a la basura de lo terribles que le parecían. Pero nada de aquello que ella pensara servía.

Se lo demostró a sí misma la vez que se tomó el atrevimiento de quedarse en la oficina hasta tarde con una idea que le rondaba la cabeza para el proyecto en el que sus compañeros trabajaban. En la mañana, se la hizo llegar a su jefe y este, la echó a la basura diciéndole que dejara de saltarse las reglas y los puestos.

Dos horas después, vio a través del cristal de la sala de conferencias, que los creativos aplaudían una idea que el mismo jefe les exponía y su sorpresa fue encontrarse con su diseño proyectado en la pared mientras el hombre le dedicaba una sonrisa de burla.

Lo correcto hubiese sido denunciarle por robo de ideas, pero ella no la registró y no sabía si alguien de mayor peso escucharía su acusación para luego tomar acciones, ya que, su jefe, era la mascota y mejor amigo de los dueños de dicha sucursal.

Deprimida y derrotada, regresó a casa para nunca más volver a aquel sitio, pero aquello no mejoró su estado de ánimo, al contrario, empezó a convertirse en una víctima insoportable de todas las cosas malas que le ocurrían y se hundió de cabeza en un círculo vicioso del cual le llevó mucho tiempo salir.

Después de algunas terapias, un par de viajes con sus padres y un curso de especialización en California, Natalia consiguió de nuevo su centro. Esta vez, más calmada, pero con el mismo nivel de exigencia que dejó perder en el pasado.

En su regreso a Valencia, tuvo la oportunidad de conocer a una pareja encantadora que viajaba desde Estados Unidos a España y en el vuelo entablaron una conversación que le llevó al puesto en el que se encontraba en ese momento.

Suspiró complacida con sus recuerdos.

Isabel le pidió en el vuelo que le enseñara su trayectoria en un breve currículum y que ella, con mucho gusto, lo estudiaría. Pero un par de horas después de conversar con ella y con su encantador novio Juan Carlos, y contarles un poco en dónde estudió, los honores de los que era dueña y que sirvió café en la importante agencia de diseño Alemana por no poseer experiencia y por tener un jefe machista, Isabel estaba tan sorprendida que le dio su teléfono y le dijo que en cuanto llegaran a España se pusiera en contacto con ella porque estaba a punto de abrir una sucursal de su compañía de diseño y le encantaría tenerla como compañera de trabajo.

Las casualidades de la vida no existían.

Isabel y ella debían encontrarse porque estaba en el destino de ambas, pensaba Natalia.

Vivían en la misma ciudad, compartían la misma pasión y, además, existía buen feeling entre ellas.

Le encantó la idea de trabajar con Isabel y más aún, que se tratara de una agencia pequeña para clientes muy exclusivos.

Vio el reloj. Ya casi era la hora de ir a chequear la obra en Caserío Peña.

Recogió sus cosas, apagó las luces, bajó un poco las persianas y cerró la puerta con llave después de salir.

Tenían que conseguir una secretaria. Isabel ya se lo había comentado y le pareció buena idea porque no estaba bien dejar la tienda cerrada en horario laboral. Podían perderse clientes de esa manera.

Antes de subir en su coche, recibió un mensaje de texto de Isabel.

“¡Por Dios! Creo que he conseguido oro en bruto. Mira:”

Acto seguido, recibió la foto de una casa en muy, muy mal estado en una vasta extensión de terreno lleno de maleza.

Frunció el entrecejo porque aquella parecía una hacienda muy antigua.

Tan antigua, que a Natalia le pareció extraño no reconocerla.

Había hecho un recorrido de haciendas antiguas en pie o en ruinas cuando aún estudiaba Diseño de Interiores y esa, no la recordaba.

“Habrá que investigarla porque es la primera vez que la veo”

“Está habitada. Se acaba de asomar un hombre por la ventana y me dio un susto de muerte”

“Quizá sea un invasor.”

“Ya tengo apuntado el punto exacto de la vivienda. Y estoy cruzando los dedos por conseguirla”

Natalia le envió un emoticón sonriente. “Hablaremos luego, que voy a conducir”

Se subió al coche y tomó la CV-35 en dirección a Caserío Peña, quería salir cuanto antes de eso para poder ir a visitar a su abuela.

Francisco Requena sintió un profundo pánico con tan solo imaginarse lo que podía esperarle en mano de la Santa Inquisición y ese mismo pavor, fue el motor que le ayudó a zafarse del guardia que lo llevaba prisionero y correr en dirección contraria.

Corrió cuanto pudo, sin embargo, en pocos segundos, le apresaron de nuevo. Los mal nacidos tenían una clara ventaja subidos a sus caballos.

Escuchaba los gritos de su hermano alejándose de lo que fue, hasta ese momento, la casa de su familia. Su hermano pedía clemencia para ellos, para él.

Como siempre, Juan Carlos le protegía.

No había nada qué hacer más que resignarse a lo que les esperaba y pedirle a Dios, —sí, a ese mismo para el que trabajaban esos miserables— que, por favor, le enviara la muerte de algún modo.

 Aunque suponía que eso no pasaría.

Según su madre, y la antigua leyenda que les contaba desde que eran niños, algún antepasado de la familia de Rocío preparó un brebaje que le permitió vivir más —mucho más— de lo que un ser humano podía vivir. Nadie podía confirmar aquella absurda historia, pero en esos tiempos en los que la hechicería y la magia eran muy temidas, no podía pensarse otra cosa más que la leyenda narraba una historia real.

Al parecer, después de muchos años habitando el mundo, esa mujer llamada Ximena, consiguió la muerte en brazos de su amado. Parecía entonces que la pócima solo era efectiva hasta que el portador de la vida eterna conocía al verdadero amor, o por lo menos, eso le aseguró siempre su madre.

En todo caso, nunca se tuvo en mente preparar algo tan serio como una pócima que alarga la vida indefinidamente. No podía usarse a la ligera ni dar la receta.

Rocío y todas las mujeres anteriores a ella, eran las guardianas de tan poderosa bebida.

No culpaba a su madre por haberla preparado para ellos.

No podía hacerlo.

La peste era egoísta y arrasaba con todo a su paso. El primero de la familia en caer fue su padre. Tras su muerte, Rocío decidió salvar a sus hijos de aquella agónica e infernal enfermedad. Preparó el brebaje con la esperanza de que este fuese la salvación para ellos.

Ante todo, era madre y buscaba salvar a sus hijos, protegerlos.

Por eso no podía culparla. Aunque ella sabía que podían levantar sospechas.

En su lecho de muerte, ella les advirtió que se largaran de allí, y por idiotas, por no hacerle caso, ahora estaban en mano de algo mucho peor que la peste.

Una lágrima se le deslizó por la mejilla cuando cerraron la celda en la parte trasera de la carreta.

—¿Ahora lloras? —Preguntó irónico uno de los guardias—. ¿El diablo no te habló de esto cuando te hizo su esclavo?

Francisco lo vio con odio mientras el hombre se reía con burla de él.

Echaron una lona sucia y maloliente encima de los barrotes que le apresaban y se pusieron en marcha.

***

Los días en la cárcel en la que le metieron se estaban convirtiendo en un verdadero infierno.

Francisco nunca fue amigo de los encierros. Los espacios pequeños le agobiaban y más si estaba rodeado de gente como era el caso.

La gente que estaba con él era acusada de brujería y adoración al demonio. Llegaban en buen estado y a los pocos días, algunos enfermaban debido a las precarias condiciones en las que les tenían allí encerrados. Otros eran llevados a interrogatorios de los cuales, a veces, no regresaban.

En contadas ocasiones eran llevados de regreso allí después de ser interrogados; las personas volvían con esperanza en los ojos porque no les torturaron y quizá el hecho de que les devolvieran a la celda común les daba la oportunidad de luchar por su libertad. Pobres, no podían estar más equivocados, porque su destino acababa siendo tres metros bajo tierra al igual que el del resto.

Desnutrición, deshidratación, infección, enfermedades virales y la humedad, eran algunas de las causas de muerte más frecuente entre los presos de esa celda. En el mejor de los casos, morían por una de ellas, en el peor —como le ocurría a la mayoría— las contraían todas juntas haciendo que el camino hacia la muerte fuese cruel y doloroso para cualquier ser humano.

Después de un par de semanas, Francisco logró acostumbrarse a dormir, comer y vivir sobre la tierra llena de mierda, vómitos y alimentos en mal estado. Apenas le daban alimento y lo tiraban por doquier obligando a los presos a comérselo como estuviese. En reiteradas ocasiones tuvo que sufrir la agonía de comerse su comida llena de excrementos.

Por supuesto, él no enfermaba y aquello empezaba a llamar la atención de los peces gordos de esa asquerosa compañía llamada Santa Inquisición.

Mucho había escuchado de ellos mientras estuvo en libertad.

Y siempre le costaba creer lo que decían porque sonaba tan cruel, tan abominable, que Francisco se limitaba a decirle a la gente que solía comentar esas atrocidades que eran simple habladurías para que la población tuviera miedo de actuar en contra de la Iglesia y de los Reyes.

También le ayudó a que, en su pueblo, e incluso en la ciudad, nunca se había presenciado hasta entonces un procesamiento por herejía. Pero parecía que ellos inauguraron la caza de inocentes en la zona y que, además, iban inaugurar las pilas crematorias ante todos los ojos de la ciudad.

¿Qué le esperaba a él?

¿Por qué no iban a sacarle de allí para interrogarle?

Estaba cansado de preguntarles a los guardias por su hermano. Quería saber de su paradero.

¿Estaría en ese mismo edificio?

—¡Juan Carlos! Soy Francisco, hermano. ¿Estás aquí? —gritaba tan fuerte como le daba la voz. A diario lo hacía y a diario recibía miradas de burla por parte de los guardias, así como también, recibía miradas de lástima por parte de sus compañeros de celda.

A veces solo deseaba que llegaran de una vez y le llevaran ante el jurado para poder acabar con todo lo que estaba viviendo.

No sabía cómo sentirse. Tenía tantas emociones juntas.

Cada noche, cuando todo quedaba en un sepulcral silencio, colocaba su cabeza en sus rodillas y lloraba.

Lloraba de cansancio y de miedo.

Quería acabar con eso.

Solo quería saber: ¿Qué harían con él?

***

Los presos entraban y salían de la celda, o no volvían nunca más y tampoco se volvía a saber de ellos, pero él, él siempre permanecía allí.

Francisco perdió la noción del tiempo.

Nadie le hablaba, ningún guardia le indicaba qué harían con él, así como tampoco le permitían una audiencia con el inquisidor general.

Un buen día, entraron dos guardias y lo cogieron cada uno por un brazo para llevarlo a un salón en donde la humedad calaba los huesos nada más entrar.

Varias cubetas llenas de agua reposaban en el suelo.

Francisco intentó poner resistencia en el momento en el que empezaban a despojarle de la ropa. Pero uno de los guardias le dio una buena paliza dejándole sin fuerzas para seguir luchando.

Le colgaron del techo y le echaron encima varias de esas cubetas de agua helada mientras otro guardia le raspaba la piel con un rudimentario cepillo que parecía tener jabón.

O por lo menos eso fue lo que le pareció oler a Francisco.

La piel del hombre empezó a irritarse, solo pensaba en lo bien que se sentiría cuando le echaran más agua helada. Eso le calmaría los raspones recién obtenidos, pero la realidad no fue esa.

Francisco recibió cubetas de agua hirviendo.

Fueron los primeros gritos de dolor que salieron de su garganta en ese terrorífico lugar. Sentía el ardor alcanzar cada rincón de su cuerpo.

Las lágrimas que salían descontroladas de sus ojos, no le permitían ver nada con claridad, pero no le hacía falta ver para saber que ya le habían salido ampollas de quemaduras.

Los guardias se reían de él.

Y fue la primera vez en la que sintió una extraña voz en su cabeza que se deleitaba indicándole cómo los mataría a todos si pudiese hacerlo y aunque no le gustó en lo absoluto eso que pensaba, porque en su vida se había atrevido a matar si quiera a las moscas que tanto odiaba su madre, encontró en aquellos pensamientos un poco de sosiego y empezó a recluirse en ellos.

Porque en lo más profundo de su alma, anhelaba poder matarlos a todos.

***

Tres días después, sus quemaduras sanaron por completo.

Fue trasladado a una celda amplia con suelo de piedra, una ventana, un catre y un orinal. Cuando despertó no entendía bien qué ocurría.

—¡Ay, jovencito! No sé cómo hiciste para recuperarte tan pronto, pero esto no va a ser nada bueno para ti.

Francisco parpadeó un par de veces y vio ante él a un hombre con el cabello gris y una bata que en algún momento fue de color blanco.

—Agua…

El hombre asintió y le acercó un vaso con agua limpia.

Francisco creyó estar soñando cuando el transparente líquido tocó su boca.

—Más…

El médico le sirvió otro vaso y Francisco se incorporó en el catre en el que se encontraba.

—Con cuidado —le indicó el médico—. Sufriste graves quemaduras y llevas tres días allí acostado.

—¿Por qué trabaja para ellos?

El doctor evadió la mirada de Francisco.

—Hay que ganarse el pan. Y ellos pagan bien. Además, hijo, son los ayudantes de Dios.

Francisco entrecerró lo ojos viendo fijamente a el médico.

Aquel hombre estaba fingiendo.

—Miente. Y no me diga «hijo» que yo no soy su hijo y tampoco creo en Dios.

—Shhhh —el médico saltó hacia él y le puso la mano en la boca—. He visto cosas atroces aquí abajo, no vuelvas a hablar de Dios de esa manera porque no tienes ni idea del futuro que te espera. Yo tampoco creo en Dios. Y estos son unos malditos miserables.

Francisco vio al hombre con compasión cuando la voz le empezó a temblar.

—-Mi hija fue pillada con su prometido en el bosque en actitudes… —el hombre intentaba decirlo, pero Francisco no necesitaba que le diera tantos detalles, podía imaginarse en qué habían sido pillados, así que asintió para que este no tuviera que explicarle más—, la subieron a un caballo y la trajeron aquí para hacerle unas cosas monstruosas —su voz salía con una mezcla de pánico y odio—. Llegué a tiempo de que la usaran como prostituta entre todos los guardias. Mi pobre niña —las lágrimas le brotaban de los ojos llenos de angustia—. ¿Cuánto miedo habrá sentido mi pequeña? Así que les hice una propuesta que no pudieron negar. Soy médico, muchacho, y aquí no importa de qué clase social seas siempre y cuando te vendas ante ellos para satisfacer sus asquerosas ideas de tortura. Eso hice. Cambié mi libertad por la de mi pequeña María. Yo ya viví lo que tenía que vivir, ella no. No estoy con ellos, pero por el bien de mi familia, debo estarlo.

Se escucharon los cerrojos de la puerta.

El médico dio un salto atrás para separarse con rapidez de Francisco y dando un paso en falso, perdió el equilibrio cayendo al suelo al tiempo que los guardias entraban en la habitación. Estos se hicieron la señal de la cruz al tiempo que el médico empezó a temblar.

—Me he caído por mi cuenta, ese hombre no ha hecho nada —los guardias lo levantaron del suelo como si de una hoja de papel se tratase y lo pegaron contra la pared. Uno de ellos le rodeo el cuello con la mano.

—¿Estás defendiendo a ese miserable hereje, Pedro? Yo mismo vi cuando te hizo caer —el guardia hablaba entre dientes con un odio incontenible—. ¿Es que acaso quieres que le hagamos una visita de cortesía a tu hermosa hija y esposa?

—¡No, no! ¡Por favor! No les hagan daño a ellas, es un error mío. No le defiendo a él tampoco —miró con lástima a Francisco—. Yo me caí solo, tropecé al ponerme de pie.

El guardia lo inspeccionó por unos segundos. Al darse cuenta de que decía la verdad, le soltó.

—Ya te puedes largar, viejo —ordenó el guardia y el médico salió con prisa de la celda.

Le temblaban las manos, estaba híper ventilando.

Su estado empeoró cuando escuchó los golpes que empezó a recibir Francisco por parte de los guardias.

***

Francisco Requena fue llevado ante el tribunal inquisitorial después de que los guardias le golpearan varias veces. Herido, llegó ante el inquisidor general y con solo verlo ya se pudo hacer una idea de lo que le esperaba a partir de allí.

El hombre lo veía con asco y morbo al mismo tiempo.

Esa clase de mirada que solo la gente enferma de la mente podía tener.

Los guardias le soltaron, se mantuvo en pie. No iba a dejarse vencer así de fácil, aunque el cuerpo entero le dolía y respiraba con un poco de dificultad.

—¿Por qué ha sido golpeado? —preguntó el inquisidor general a los guardias.

—Estaba blasfemando, señor.

El hombre de poder asintió.

—¿Sabes por qué estás aquí, hijo mío? —el inquisidor vio a Francisco directo a los ojos.

«¡Qué mirada más asquerosa!», pensó el acusado en ese momento.

—Satanás se ha apoderado de tu alma y tu consciencia. Debes ser liberado. ¿Qué te ofreció? ¿Fue el quien te dio la vida eterna?

Francisco permaneció en silencio.

El inquisidor general vio a los hombres que estaban sentados junto a él. Francisco no sabía quiénes eran, no se presentaron, pero, por lo que escuchó en las celdas, durante esos procesos siempre estaban presente el inquisidor general con un alguacil, un inquisidor secundario, el fiscal y un calificador.

Ninguno le era familiar. Los guardias eran los únicos familiares para él.

—¿En dónde está mi hermano?

El inquisidor general sonrió de lado.

—Pagando su condena en el infierno junto a Satanás.

—¡Maldito bastardo! —gritó Francisco lleno de ira—. Te juro por ese Dios de mierda que tanto alabas que como pueda, me voy a librar de esto —señalo las cadenas en sus manos y pies—. Y lo primero que voy a hacer será matarte lentamente. ¡Miserable!

Fue lo último que pronunció antes de que el alguacil asintiera y los guardias empezaran a darle palizas a Francisco con bastones de madera maciza.

Cayó al suelo y, echo un ovillo, empezó a llorar pensando en que cada uno de esos golpes se los devolvería algún día a esos bastardos.

Esta edición especial de la bilogía contiene los dos libros completos de la bilogía más contenido extra: Nota de la autora del proceso de creación de estas novelas, respuestas a las preguntas de los suscriptores a la comunidad de la autora, una sección de diez páginas con imágenes que son parte de la investigación de la historia.

La impresión de las páginas es en blanco y negro incluso en donde hay imágenes.

Esta es una muestra del interior de las páginas que tienen imágenes. La impresión final del interior es en blanco y negro.

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