Novela romance contemporáneo +18
Spin Off «Siempre te amaré» – Autoconclusiva

Disponible en:
Jen Campbell está convencida de que el amor, no está hecho para ella.
No después de haber sido engañada de la misma manera en sus dos matrimonios.
Así que, para ella, es más divertido y menos complicado tener «amigos ocasionales» y concentrar toda su energía en sacar adelante su negocio de las flores y la pastelería que abrieron ella, su mejor amiga y dos fabulosas mujeres más.
Claro, todo eso parecía funcionar de maravillas para Jen hasta que, James Bracco, apareció en su vida con su encantadora sonrisa y la paciencia necesaria para hacer que ella vuelva a creer en el amor.
Pero… ¿Lo logrará? ¿La paciencia de James será tan duradera como para aguantar los desplantes de Jen?
Mi vida amorosa era como la vida amorosa de las protagonistas de las Telenovelas.
Una tragedia.
Siempre engañadas, lastimadas emocionalmente y perdiendo todas las esperanzas de encontrar al ser amado.
Una vez que se pierden las esperanzas, te conviertes en una especie de Bruja.
Como Maléfica, por ejemplo. Que después de creer en el amor y depositar toda tu confianza en otra persona, te traiciona.
Cuando eso ocurre, te encuentras en la necesidad de recluirte en tu interior y no permitirle —ni al mismísimo Dios— la entrada a tus sentimientos.
Imagínate lo que ocurre cuando te traicionan varias veces.
Eso me pasó a mí.
¿Qué tal vez pudo haber sido mala suerte?
Sí, tal vez. Pero yo estaba convencida de que tenía un ojo mágico —por no llamarlo clínico— para seleccionar a hombres que solo me hacían sufrir.
Y mucho.
Con esto no quiero decir que no haya hombres buenos en el mundo.
¡Por favor!
Mi mejor amiga de la infancia, Holly, había tenido la dicha de conseguir siempre hombres maravillosos. Empezando por su padre, a quien yo adoraba como si fuese mío.
Holly se encontró a Sam. Un hombre más que maravilloso. Era perfecto. Y un padre ejemplar. Por desgracia, la vida tenía otros planes para ellos y Sam murió en un accidente de tránsito. Pero mi querida amiga se encontró con otro hombre: Steve, con el que mantiene un matrimonio feliz. Steve es estupendo y con Holly y sus hijos, es alguien especial. Ama a los hijos de Holly como si fuesen suyos.
En fin, o era cuestión de suerte, o tal vez Holly se había topado en la vida con los únicos hombres buenos que había.
Supongo que mi caos amoroso empezaba con la ausencia de mi padre. Fue todo un imbécil que huyó en cuanto mi madre le dijo que estaba embarazada.
Mi madre, una mujer como pocas, hizo los dos papeles y estuvo bien; pero me habría gustado si quiera conocer al hombre que dio su aporte para crearme.
Dicen que el primer amor de las niñas es su padre, quizá por eso a mí me iba tan mal hasta el momento en mis relaciones amorosas, porque no conocí a mi primer amor.
Siempre fui una chica muy soñadora del amor ideal.
Tenía que reconocerlo.
Durante la adolescencia, podía pasar días inventándome historias de cómo conocería a mi príncipe azul y cómo sería feliz con él toda la vida.
Conocí a algunos chicos que me robaron el aliento y los pensamientos, pero todo acababa siempre por una u otra razón. Mudanzas, separaciones de los padres, estudios.
Nada de engaños en aquel entonces.
En la Universidad, decidí ser más selectiva y bueno, acabé casada con mi primer exmarido.
Aaron Williams me dejó sin habla desde que lo vi por primera vez.
Cada vez que se acercaba a mí, yo pensaba que iba a morir de un ataque cardíaco por la forma en la que galopaba mi corazón.
No era el tipo más atlético y guapo de la universidad, tampoco el más famoso. Pero era encantador. Tenía una sonrisa perfecta para mí y una cualidad maravillosa: me hacía reír hasta el cansancio.
La primera vez que tuvimos sexo, me dijo que me amaba viéndome a los ojos y yo supuse que ya tenía la vida hecha.
Me había conseguido con mi príncipe azul y viviría feliz con él, el resto de mi vida.
¡No podía estar más equivocada!
El primer año de matrimonio fue toda una luna de miel. El sexo era estupendo y no parábamos de hacernos reír.
El segundo año, empezamos a comportarnos un poco más serios y el sexo no era tan frecuente… ni tan estupendo.
El tercer año, recibí mi primer golpe en el amor.
Un día, volví a casa del trabajo y me conseguí a Aaron revolcándose en «nuestra» cama con una rubia que parecía la hermana gemela de la Barbie.
Ese fue el día en el que descubrí que llevaba a un Mr. Hyde guardado en mi interior.
Estallé en gritos, llanto, drama y para cerrar con broche de oro: incendié el colchón dentro del apartamento; lo que hizo que llegaran los bomberos y pagara una astronómica multa para no ir a la cárcel.
Me regresé a vivir con mi madre. Ella lo era todo para mí.
Me refugié en sus brazos mientras sanaba mis heridas emocionales.
Cuando sentí que todo estaba curado y «olvidado» me fui a un apartamento y empecé a vivir mi vida de adulta.
Siempre fui responsable en todo. Hasta en el sexo. No quería hijos, pero quería tener una vida sexual sana y divertida, así que me encargaba de protegerme de enfermedades y embarazos no deseados.
Yo no era una mujer escultural. Tenía que ser objetiva conmigo misma.
Era una mujer con lindos ojos color café, de cabello oscuro y una amplia sonrisa.
Pero tenía «un algo» que hacía enloquecer a los hombres. Algunos afirmaban que eran mis ojos; otros, mi manera de caminar; y otros, decían que mi boca era sensual.
Yo la consideraba grande.
No quería relaciones serias, así que me tomaba a la ligera cualquier demostración de afecto. Y si sentía que el asunto se estaba volviendo peligrosamente amoroso, me desaparecía sin más de la vida del candidato de turno.
Hasta que a mis 33 años, conocí a Carl.
***
Carl y yo trabajamos en la misma compañía, en diferentes departamentos.
Era un hombre de casi 40 años, con unas canas que empezaban a poblar su oscuro cabello y que lo hacían ver sexy.
Además de que era como un caballero salido de un cuento de hadas.
Me dejé deslumbrar con tanto encantos y tantos obsequios que me hacía. Porque decía que las mujeres eran unas princesas y debían ser tratadas como tal.
En aquel momento no le ponía especial atención al «pluralismo» que siempre usaba en aquella oración.
Estaba ciega. Eso era todo.
Aunque estaba muy enamorada, decidí comportarme como la persona responsable que era y no quise precipitar las cosas con Carl. Ya no era una veinteañera que podía ir por la vida cometiendo imprudencias.
Había madurado y tenía que llevar las cosas con calma.
Carl, era especial. En dos años de noviazgo me hizo sentir en las nubes.
No había un día que no me cortejara. Siempre tenía un halago listo para decirme y para mi suerte, el sexo era más que fenomenal.
Después de dos años en una relación así, cuando me pidió matrimonio, no podía hacer otra cosa más que brincar y llorar de la felicidad.
Me lo pidió una noche, justo después de haber tenido sexo. Aun estábamos recuperándonos de tanto placer que nos habíamos proporcionado. Él seguía dentro de mí y me vio a los ojos, me besó despacio en los labios y me pidió que fuera su esposa.
En ese momento estaba convencida de que las cosas sí serían diferentes y que ¡por fin! me había topado con mi maravilloso príncipe azul. Me había dicho que me amaba y que me quería con él el resto de su vida mientras me hacía suya.
En ese momento no me percaté de que ya había pasado por una escena parecida en el pasado.
Es que yo era romántica y estúpida. De verdad.
Nos casamos, una hermosa ceremonia, muchos invitados porque la familia de Carl, pertenecía a la clase alta de Chicago y así, empezamos nuestra vida como marido y mujer.
En mi nueva maravillosa casa, descubrí mi pasión por la decoración y las flores.
Empecé a cuidar del jardín y hacer cursos para aprender a hacer decoraciones con las flores. En poco tiempo tuve un jardín de envidia que en dos oportunidades, fue retratado para una importante revista de decoración del país.
¡¿Qué más podía pedir?!
Tenía un esposo estupendo que me amaba con devoción, dinero, una grandiosa casa y una mano única para cuidar de las plantas.
Carl quiso hacerme un regalo especial para mis 40 años. Al ver que me estaba dando la crisis pre cuarenta y que el puesto de trabajo que tenía para ese momento me mantenía el nivel de estrés muy alto, decidió que era tiempo de tener un negocio propio.
Y al ver que me apasionaban tanto las flores y que la decoración con las mismas se me daba tan bien, me regaló una floristería.
Mi vida era perfecta. O eso creía yo en ese momento.
Había una casa en total abandono que estaba en un buen punto del centro de la ciudad y Carl la compró para montar allí nuestro negocio.
La casa era estupenda. Antigua, con un patio central bastante amplio. Eso fue lo que me enamoró de ese lugar, allí podía hacer un bonito jardín natural a modo de exhibición para los clientes.
Contratamos a una pequeña compañía de remodelaciones porque no necesitábamos grandes cambios. Se hicieron los trabajos necesarios y en poco tiempo, abrimos nuestras puertas al público.
El negocio era de ambos. Yo me encargaba de la parte comercial y de decoración y Carl, de los asuntos legales y administrativos.
Así fue como empezó el mejor momento de mi vida porque para mi sorpresa, empecé a tener gran éxito en el mercado.
Al poco tiempo ya era reconocida, y cuando recibí la visita de la madre de una de las mujeres más famosas de la ciudad —que era una niña que le daba mucho material a la prensa por sus fiestas y espectáculos—, supe que llegaríamos a la cima muy pronto.
En el ámbito laboral, por supuesto.
Porque el mismo día en el que la Sra. Harris me contrató para ser la decoradora oficial de la boda de su hija, me llevé el segundo golpe en el amor.
La Sra. Harris, se pasó toda la mañana conversando conmigo los detalles de la boda de Bridget y cuando se fue, yo estaba tan emocionada, que lo único que anhelaba era llegar a casa, besar a Carl hasta el cansancio y celebrar esa gran clienta que había obtenido.
Pero ¿por qué iba a esperarme hasta que cayera la noche para encontrarme con mi marido en casa para darle esa gran noticia, si podía comprar el almuerzo y sorprenderlo en su oficina?
Eso es lo que cualquier mujer haría ¿no?
Pasé por nuestro restaurante favorito, pedí comida para llevar, luego fui al súper y compré la mejor botella de champagne y dos copas.
Iba feliz, cantando con todo lo que la voz me permitía y planeando todo lo que le haría a mi marido antes de que nos sentáramos a comer.
Quería celebrar; y tener sexo en la oficina de Carl, era muy tentador.
Al llegar a la oficina, su secretaria no estaba en su puesto.
No me sorprendí porque era la hora del almuerzo.
La puerta de la oficina de Carl estaba cerrada.
Antes de poder tocar la puerta, escuché jadeos provenientes del interior de la oficina.
Sí, jadeos. En plural.
Y mi marido no hacía ejercicios en su espacio de trabajo como para pensar que tal vez, estaba quemando las calorías en la banda de correr.
No.
Sentí que se me bajaba la tensión de forma drástica.
Las manos me empezaron a temblar y sentí que estaba a punto de perder el equilibrio.
Jadeos de nuevo y escuché la voz de mi marido cuando dijo:
—Date la vuelta, que quiero penetrarte desde atrás.
Otro jadeo.
Y fue como si un demonio milenario y muy malvado me hubiese poseído.
Sentía que la sangre se me acumulaba en la cabeza en cuestión de segundos y las orejas a punto de estallar del calor.
Abrí la puerta del despacho y lo primero que vi fue el plano trasero de mi marido, al desnudo. El muy cabrón tenía los pantalones y los calzoncillos en los tobillos con la camisa a medio desabotonar.
Él se dio la vuelta y la escena se volvió más asquerosa. Su erección apuntaba directo hacia mí.
—No es lo que crees —me dijo, pasándose las manos por el cabello, como si yo me estuviese molestando porque estaba despeinado.
Levanté la ceja hasta el cielo.
¿Podía, en serio, ser tan descarado como para decirme «no es lo que crees»?
Estaba a punto de estallar.
La mujer que estaba apoyada del escritorio de Carl, tenía la falda en la cintura y las bragas en los tobillos.
¡Sorpresa! Era su secretaria.
—Deja que te explique.
Escuché decir a Carl en un intento de excusarse.
La secretaria se levantó con rapidez, se subió las bragas y bajó su falda.
No por eso ya estaba vestida. Llevaba un corsé negro que también había llegado a la cintura dejando expuesto su pecho. Se lo ajustó y tomó la chaqueta que estaba tirada en el suelo antes de salir de la oficina sin decir una palabra.
—Cierra la puerta —dijo Carl con cautela—. Tenemos que hablar.
Apoyé las bolsas en el suelo, miré a Carl y le respondí:
—De aquí en adelante, solo vas a hablar con mi abogado. Tú y yo, no tenemos nada que discutir.
—Por favor, Jen. Deja que te lo explique —dijo con súplica en la voz y acercándose para agarrarme del brazo.
Me aparté con brusquedad.
—Me das asco.
Salí de la oficina.
Antes de entrar en el ascensor, la secretaria se cruzó en mi camino porque estaba saliendo del baño ya arreglada.
La vi con odio, de la cabeza a los pies.
Ella bajó la cabeza y apresuró el paso.
—Gracias por enseñarme quién es mi marido —le dije en un tono alto. Quería que todos se enteraran de lo que acaba de hacer mi marido «el jefe» de toda la compañía.
Me importaba un rábano su estúpida reputación.
Y su adinerada familia.
La mujer se detuvo y me vio de reojo.
—De verdad, lo siento.
—Las zorras nunca se arrepienten de nada —respondí con odio.
Los que estaban a nuestro alrededor, abrieron los ojos como platos.
El ascensor llegó y yo me marché.
Con el corazón hecho pedazos pero con la cabeza en alto.
***
Al llegar a casa y cerrar la puerta, me permití derrumbarme por completo.
No podía sacarme la asquerosa imagen de Carl embistiendo a la mosquita muerta de su secretaria.
Sentía una urgencia inmediata por lavarme los oídos, porque no podía dejar de escuchar cuando le dijo que la quería penetrar desde atrás.
¡Maldito-Asqueroso-mentiroso!
Carl era un disfraz.
Y yo me había dejado engañar con románticas palabras por ese hombre que parecía ser un príncipe azul.
Ojalá entonces hubiese tenido el poder de Maléfica. Le habría incendiado su preciado miembro.
Pero no fue eso lo que ocurrió.
Me metí en la tina con agua caliente y una botella de vino a mi lado.
Allí estuve el resto del día, ahogando mis penas en el alcohol e intentando lavar mis pensamientos y mis pobres oídos de todo lo vivido aquel día.
Cuando salí del baño, me arreglé como si fuese a una cena de negocios.
Carl estaba sentado en el salón.
—¿Vas a salir? —me preguntó con una fingida sonrisa tras inspeccionarme de la cabeza a los pies.
«Me vestí así solo para darte una patada en el culo con un poco más de glamur», pensé
Lo vi fijamente a los ojos. Esa vez, deseando ser Medusa a ver si podía convertirlo en piedra.
Se puso de pie y se acercó a mí.
Yo di un paso atrás.
—Jen, cariño, vamos a aclarar las cosas.
¿En verdad seguiría con ese estúpido juego?
—No hay nada que aclarar, Carl. Te lo dije antes. No me dirijas la palabra. Mañana, mi abogado se pondrá en contacto contigo para llegar a un acuerdo en nuestro divorcio.
Él me vio con ironía.
—¿Cuál abogado, Jen? ¿Y a qué acuerdo vamos a llegar?
Lo fulminé con la mirada. El muy cretino se estaba burlando de mí en mi cara porque sabía que yo no tenía abogado. Siempre usaba el de su compañía.
Imbécil.
—Si te digo que mañana mi abogado se pondrá en contacto contigo, es porque sé lo que te estoy diciendo —No sería problema conseguir un abogado en una noche, alguien que yo conociera, tenía que conocer un abogado. Y punto—. Y el acuerdo será al que se deba llegar en estos casos.
—No voy a cederte nada material.
Abrí los ojos sorprendida.
—Deberás ceder por la vía legal, lo que corresponda.
—No te voy a dar el divorcio. Punto —dijo serio, viéndome a los ojos.
¿Me estaba retando?
—Entonces tendré que matarte para ser una mujer libre de nuevo y me quedaré con todo lo que sea tuyo.
—No serías capaz de hacerlo. No puedes ni matar a una mosca.
Lo odiaba por engañarme y por conocerme tan bien.
Decidí no seguir con ese juego.
Abrí la puerta de casa y me fui a la casa de Holly.
Necesitaba a mi amiga.
***
Después de llorar en el hombro de Holly durante toda la noche, y escuchar a Sam diciendo que iba a matar Carl si se lo encontraba por la calle, regresé a casa para recoger mis cosas y largarme de allí.
Todavía no tenía un abogado. Tenía que buscarme uno lo antes posible.
—Todavía tu abogado no me ha llamado —me dijo Carl en cuanto me vio entrar en la habitación con un par de maletas vacías.
No le hablé.
—Jen, por favor, seamos adultos. Tu actitud está siendo la de una adolescente. Ya eres una mujer que puede entender la diferencia entre acostarse con alguien y amar a alguien.
¡Maldición! Toda la hermosa compostura que había tenido hasta ese momento, se acabó.
Dejé que la Jen impulsiva se apoderara de mí y estallé como la gran bomba atómica.
Fue la segunda aparición en mi vida de Mr. Hyde.
Empecé a tirar contra las paredes todo lo que veía que era frágil.
Carl me miraba con asombro al principio y empezó a verme con miedo cuando fui a la cocina, busqué el cuchillo más grande que teníamos y empecé a apuñalar todo lo que se cruzaba a mi paso.
—Cálmate, Jen. Por favor, te lo suplico. Me estás asustando.
Yo seguía sin decir ni una palabra.
Estaba en mi transformación de Mr. Hyde y si me volteaba a ver a Carl, estaba segura de que él recibiría mi próxima puñalada.
El sofá de cuero que estaba en el salón y que costaba una fortuna, se había convertido en una gran bola de escombros.
No sé por cuánto tiempo estuve así.
Solo sé que cuando me calmé, regresé a la habitación, llené las maletas con las cosas más básicas y bajé las escaleras.
Al llegar a la puerta, Carl aún seguía sentado en una silla del comedor que había sobrevivido a mi ataque y estaba pálido.
—Tienes razón en algo, Carl —le dije con ironía—. Soy una mujer adulta que sabe establecer diferencias. Nunca me has amado, por eso me pusiste los cuernos. Ahora, pasarás de ser marido a exmarido y tendrás que reconstruir tu casa. Porque también tienes razón en eso. Es tu casa y te encargarás tú de amoblarla de nuevo.
Abrí la puerta y me marché, como si me estuviese yendo de viaje.
No podía permitir que nadie se diera cuenta de cuan destrozada estaba por dentro.
Pero una vez que llegué a casa de mi madre y ella me abrazó, me derrumbé de nuevo.
***
Estuve en casa de mi madre por algunas semanas.
Semanas en las que trabajaba a diario por olvidarme de Carl. Pero dolía un infierno querer olvidarme de él porque lo amaba como una tonta.
Había conseguido una abogada, clienta de la floristería —por cierto— que cuando se enteró de lo que Carl me hizo, se ofreció a ayudarme con la demanda de divorcio por adulterio.
El imbécil no dejaba de llamarme porque no quería darme el divorcio y porque, según él, aún me amaba y no me quería perder.
Cambié el número del móvil, no quería recibir más llamadas; pero por supuesto, no podía cambiar el teléfono de casa de mi madre y el de la floristería.
Así que él continuó llamando allí. Sin éxito alguno porque coloqué identificadores de llamadas en todos lados para no responder a sus llamadas ni por equivocación.
Dos veces estuvo en la floristería intentando hablar conmigo. Lamenté no tener el control absoluto en la propiedad del negocio para poder echarlo con gusto.
Clarissa, mi abogada, me había dicho que no íbamos a cederle nada.
Por ponerme los cuernos, merecía quedarse en la calle. Aunque eso no iba a ser del todo posible porque Carl contaba con mucho dinero, buenos abogados dentro de la familia; y seamos honestos, quien tiene tanto poder, jamás tiene las de perder.
Yo solo le aclaré a Clarissa que podía cederle cualquier cosa, menos mi negocio.
Llegados al punto de establecer los acuerdos, Carl no se negó a darme la mitad de la venta de la casa a pesar de haberla destruido por dentro.
—Te cambio mi mitad de la casa por tu mitad de la floristería —le dije seria.
Estábamos en la sala de conferencias del bufete de abogados para el cual trabajaba Clarissa.
—Eso no va a ser posible, querida Jen, porque si te cedo la floristería, no voy a volver a verte. Además, el negocio es bueno y quiero conservarlo.
Maldito traidor.
Lo fulminé con la mirada.
—Debería pensar con detenimiento la oferta que Jen le está haciendo —acotó Clarissa.
—Opino lo mismo —dijo su abogado.
Levanté una de mis cejas viéndolo directo a los ojos.
Él me hizo un guiño y yo quise atravesar la mesa que nos separaba y clavarle las uñas en los ojos.
—No —respondió el de nuevo.
—Vas a recibir más dinero por la casa. Deja de ser tan impertinente. No vas a conquistarme de nuevo, Carl; esa posibilidad se esfuma cada vez que recuerdo cómo te encontré con tu secretaria.
—La despedí.
—¡A mí no me importa! —dije levantando la voz—. Eres un maldito miserable que lo único que hizo fue jugar sucio conmigo. ¡Maldito traidor, te odio con toda mi alma!
Estaba furiosa y empecé a llorar de la rabia que tenía contenida.
Carl se sorprendió con mis palabras. Nunca le había hablado de esa manera.
—Vamos a esperar unos días más y luego, nos reuniremos de nuevo —dijo su abogado.
Yo vi a Clarissa.
—Tres días —respondió ella.
Salimos de la oficina.
Esa pesadilla parecía no acabar jamás.
***
Pasaron los tres días, un mes, tres meses y seguíamos en el mismo punto. Carl no cedía la mitad de la floristería por nada en el mundo porque estaba convencido que esa conexión, nos volvería a unir.
Era un idiota por partida doble.
A los seis meses, el dolor de la separación y el engaño empezaba a menguar.
Me sentía mucho mejor. Tenía trabajo a montón, lo que me hacía mantenerme muy ocupada y estaba empezando a entender que el amor, para mí, no existía.
También, empecé a preguntarme por qué mis malas experiencias en el amor, siempre terminaban de la misma manera: en engaños.
Me cuestioné pensando que, tal vez, era yo la del problema. Me hice un análisis exhaustivo para entender mi comportamiento dentro de una relación.
Y seguía sin ver en dónde estaba fallando.
Así que me armé de mucho valor y fui a mi primera cita con la doctora Rose Anderson.
La primera vez que entré en su consultorio, sentí una necesidad urgente de salir corriendo a penas me senté en el bonito sofá color beige que tenía.
Me sentía incomodísima porque estaba muy consciente de que esa extraña, empezaría a analizarme en cuanto comenzara a hablar.
—Buenos días, Jen —me saludó con una hermosa sonrisa—. Ponte cómoda por favor.
Me senté en el sofá.
—Buenos días, doctora Anderson.
—Llámame Rose, por favor.
Estaba intentando crear un ambiente más cómodo para mí.
Ella se sentó en el sillón color café que estaba enfrente. Entre nosotras, había una mesa baja de madera oscura que tenía encima una bandeja con una jarra de cristal llena de agua y dos vasos.
—Cuéntame, qué te trae por aquí.
—Mis dos divorcios.
Ella tomó nota en su libreta con su elegante bolígrafo.
Luego me vio con atención. Estaba esperando a que le dijera más.
—Necesito que me haga preguntas —dije con una sonrisa fingida.
Ella me devolvió la sonrisa, la de ella si era sincera.
—Jen, no estamos en un interrogatorio. Quiero que te sientas cómoda conversando conmigo aunque nunca hayas hecho esto antes.
Ok. Tenía que hacer un esfuerzo.
Entonces le conté todo lo ocurrido en mi primer matrimonio.
Cuando le dije lo que hice con el colchón, esbozó una pequeña sonrisa. No entendí si era de burla, pensando que estaba loca; o tal vez, pensó que había hecho lo correcto.
Bueno, no lo correcto, sino más bien, lo más acorde a la situación y a cómo me sentí en ese momento.
—¿Cómo te sentiste después de quemar el colchón?
Bufé.
—Liberada.
Ella asintió con la cabeza.
—Y cuando tuviste que pagar la multa por ocasionar un incendio, ¿cómo te sentiste?
—Como una estúpida. Entendí que había actuado de forma impulsiva.
La doctora fijó su vista en el reloj que estaba colgado en la pared frente a ella. Estaba a punto de culminar la hora de la terapia.
—¿No me va a decir qué le pareció mi historia antes de que se acabe el tiempo? —le pregunté con ansiedad.
Ella negó con la cabeza.
—No, Jen, esto no funciona así. En las primeras visitas que hagas, te escucharé y analizaré tu situación. Tomaré nota de las cosas importantes que debes trabajar y será entonces cuando yo te dé mi opinión.
—Entonces creo que nos convertiremos en amigas, Rose —sonreí con ironía—. Porque toda mi vida es una larga tragedia. Como en las telenovelas.
Ella soltó una divertida carcajada.
—No pierdas ese espíritu, Jen. Ni siquiera en tus peores momentos porque es lo que te ayudará siempre a salir de las «Tragedias» —dijo encerrando entre comillas la palabra con sus dedos.
***
Los meses siguieron pasando y ya estaba por cumplirse un año desde que decidiera divorciarme de Carl.
Todavía le rezaba a quién fuera para que firmara el divorcio y me dejara en paz.
Las consultas con la doctora Rose se hicieron más frecuentes.
Me gustaba ir a conversar con ella. Al principio, iba solo una vez por semana y luego decidí que era mejor visitarla dos veces por semana.
Sin embargo, había semanas que si sentía la necesidad hacía una tercera —y hasta una cuarta— cita.
Me ayudaba.
En las consultas en las que ella empezó a interactuar conmigo, me explicaba que podía darse cuenta de que yo no era una mujer muy expresiva.
Ella me comentaba que debido a la ausencia de mi padre, había desarrollado un ideal de pareja que no encontraría porque no existía el hombre perfecto.
Me hizo ver que, en mi primera relación, fui muy absorbente con Aaron y que eso, pudo haber sido lo que desencadenó la infidelidad.
Luego, con Carl, me hizo que ver que mi comportamiento fue menos absorbente pero que debido a la mala experiencia que me llevé en mi primer matrimonio, fui poco expresiva.
Claro, ella admitía que eso no justificaba los engaños que me habían hecho.
Me aseguró que yo no debía sentirme culpable por eso, porque para mí desgracia, me había topado con dos hombres que de seguro traían problemas de monogamia desde siempre y no había sido capaz de detectarlo al principio del romance.
Como ella decía «al principio todo es color de rosa, pero cuando los problemas de la vida cotidiana y la rutina se van apoderando de las parejas, es cuando se empiezan a notar todos los defectos».
Era cierto. Todo. Había sido muy absorbente con Aaron; y con Carl, todo lo contrario. A pesar de amarlo y demostrárselo con actos, no era capaz de hablar con él sobre mis sentimientos. Pensaba que eso era darle control sobre mi vida y me daba miedo que pudiera lastimarme como lo hizo Aaron. Muy pocas veces le dije «Te amo» y como eso parecía no afectarle, pues no me daba para pensar que podría traernos un divorcio más tarde.
Claro, no le importaba porque me ponía los cuernos quién sabía desde cuándo.
Y en las últimas visitas que le hice a la Dra. Rose, conversamos sobre mi problema de impulsividad. Ella decía que las personas con esa condición, eran las peores. Porque se cargaban de cosas y no las exteriorizaban por miedo a parecer débiles o infantiles, pero todos teníamos un «hasta aquí». Y ella me explicaba que cuando ese tipo de personas llegaban al «hasta aquí» entonces explotaban sin detenerse a pensar en las consecuencias de sus actos.
Era muy acertado. Así era yo.
También notó que yo había hecho un gran esfuerzo por comportarme de forma serena cuando descubrí el engaño de Carl, pero aseguraba que como no estallé en gritos y llantos —como lo hubiese hecho cualquier otra mujer— llegué al punto en que no pude soportar más y destrocé toda la casa.
Me recomendó que empezara a analizar mi comportamiento las 24 horas del día.
Y lo hice.
No me había dado cuenta nunca, pero era cierto lo que ella decía.
Muy pocas veces yo exteriorizaba cómo me sentía en realidad con respecto a algo y siempre por no discutir, dejaba pasar las cosas.
Así como también, solía evadir de forma natural los temas de los que no quería hablar.
Empecé a cambiar eso.
Me costaba mucho. Pero iba por buen camino.
A pesar de que había tenido una fuerte recaída el día que Carl me envió un brazalete de diamantes y oro blanco a la floristería.
Cuando me llegó la caja de Tiffany & Co. supe de parte de quién venía el regalo.
Suspiré. Me sentía agotada con esa historia de Carl.
Ya ni siquiera pensaba en él como amigo. Había podido superar el dolor y el amor que le tenía, había muerto definitivamente.
Lo único que quería era que firmara el maldito divorcio y me dejara en paz. Ya no se acercaba a la floristería porque había contratado a un ayudante: Rick, que era un encanto. Un chico súper hábil para la decoración y las flores. Con un gusto exquisito. Y bueno, era gay y mi exmarido era homofóbico, así que no había vuelto a pisar el negocio.
Salí de mi oficina y le dije a Rick que debía ir a hacer una diligencia.
Fui a la oficina de Carl. En el camino, iba pensando en lo que le iba a decir y la forma en la que actuaría. Porque eso era lo que me estaba enseñando a hacer la Dra. Rose en las terapias.
Debía actuar de forma serena, por muy molesta que me encontrara en ese momento.
Al llegar a la oficina, me fijé en que estaban haciendo algunas remodelaciones. Tenían la alfombra tapada con plástico grueso y algunos obreros estaban pintando las paredes en el espacio en el que se encontraba la secretaria de Carl.
¡Sorpresa!
Un año después, me entero que la mosquita muerta con la que lo encontré, seguía en su mismo puesto.
¿No me dijo que la despidió?
¡Maldito Mentiroso!
Sentí que la sangre me hervía.
La chica me vio y abrió sus ya grandes ojos verdes. Su cara era de pánico.
—El Sr. Carl en este momento… —empezó a decirme mientras yo me dirigía sin prestarle ninguna atención hacia el interior de la oficina del bastardo.
La puerta estaba entre abierta y pude escuchar que hablaba con otro hombre.
Abrí la puerta de golpe.
Su cara era un poema.
Creo que hasta empezó a sudar.
Sonrió a medias y trató de recomponerse.
El hombre que estaba conversando con él, se apartó un poco para darme paso.
Mi cara decía: «¡Lanzo fuego por la boca si me hablas!»
El interior de la oficina de Carl estaba sufriendo de los mismos arreglos que el exterior.
—Jen —dijo Carl intentando acercase—, que alegría tenerte por aquí.
Y el muy idiota echó una vista rápida hacia fuera para verificar si su estúpida mujercita estaba en su puesto de trabajo o no.
—Me imagino, que sigue ahí sentada —le respondí viéndolo a los ojos,
El idiota no sabía qué contestar.
¿Qué me iba a decir? ¡No es lo que crees, Jen!
—No es lo que crees, cielo.
Debía admitir que Carl era bueno en algo… en ser un perfecto imbécil.
Me convertí en Mr. Hyde.
Vi una caja de herramientas en la que descansaba un martillo.
Fui directo al sitio, lo cogí y saqué la pulsera de diamantes de su envoltorio.
La coloqué sobre el escritorio de Carl —que tal vez valía lo mismo que la pulsera— y descargué toda mi ira dándole martillazos al brazalete y a la madera del escritorio.
Carl estaba paralizado.
Cuando terminé de descargar mi furia, coloqué de nuevo el martillo en su sitio, me arreglé el traje y antes de marcharme de la oficina, me fijé que un hombre rubio de ojos azules, muy guapo, estaba viéndome con una sonrisa graciosa en sus labios.
Llevaba un casco de protección para las construcciones.
Supuse que era el encargado de la remodelación.
—Muchas gracias por permitirme usar su martillo —le dije tan calmada como si me hubiese prestado su bolígrafo para tomar nota.
El hombre me vio con cara de asombro y una franca sonrisa.
Hasta podía jurar que vi un destello en su mirada.
—Mañana te veo a las ocho de la mañana en la oficina de Clarissa, vas a firmar el maldito papel del divorcio, Carl. Estoy cansada de esto. No quiero saber más nunca, más nada de ti. ¿Entendido?
Carl no respondía.
—¿Entendido?
Volví a preguntar en un tono un poco más alto.
Carl asintió con la cabeza.
—No voy a cederte la floristería.
Es que de verdad era un cretino.
—Esto se acaba mañana, así tenga que verte la cara de hipócrita cada tres meses para ajustar las cuentas de nuestro negocio.
Él abrió los ojos por la sorpresa.
No le di tiempo a responder.
Me marché directo al consultorio de Rose.