Serie completa de romance contemporáneo +18
Historias autoconclusivas. Es mejor leer en orden

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Leah y Jonathan estaban realmente enamorados. Comprometidos y planeando la futura boda.
Pero un día, al llegar a casa después de una larga jornada, Leah se entera de que Jonathan y toda su familia se marcharon sin dar alguna explicación.
Solo dejaron un vacío que irónicamente estaba lleno incógnitas que jamás pudo resolver y una tristeza que parecía querer acompañarla de por vida. Decide mudarse a la gran manzana pensando que aquella ciudad le ayudaría a empezar de cero.
Pero no.
Cada año, en la misma época en la que había ocurrido todo, Leah revivía cada instante de aquel sufrimiento y con el pasar de los años, entendió que en ningún lugar del mundo encontraría la felicidad y decide regresar a Arlington.
Volvería a sus raíces y buscaría la manera de ponerle punto y final a ese pasado tan amargo que la seguía a todos lados y no la dejaba ser feliz.
Es durante la mudanza, cuando sufre un accidente que le da la visión que ella tanto estuvo buscando. Lo reconoce y en un abrir y cerrar de ojos, lo pierde de nuevo.
¿Será la imaginación de Leah, movida por el amor, la que evoca la imagen de Jonathan?
¿O está en lo correcto y su amado vuelve a ella después de todos esos años para retomar lo que el destino les obligó a interrumpir?
Alyssa se encontraba sentada en la mesa del jardín trasero de la casa de Amelia, su abuela materna. Como cada año, su abuela se esmeraba al máximo con la decoración para la fiesta y a pesar de que la niña le agradecía gustosa el gesto, siempre esperaba que a alguien se le ocurriera la idea de preguntarle ¿Cómo quisiera decorar y celebrar su fiesta de cumpleaños?
Suspiró abatida viendo los aburridos globos rosa pastel que adornaban algunos sitios del jardín.
Sería incapaz de decirle a su abuela que aquello la aburría al extremo y que deseaba una fiesta diferente. No, no podría hacerle pasar una desilusión a su abuela que era lo más cercano a la bondad pura que conocía a sus escasos siete años y lo más cercano a su madre también.
Lo comentó con su padre que, en algunos casos, le ayudaba a decir las cosas que más le costaba; este la vio con compasión y le explicó que, ese año, ya no se podría hacer nada porque la abuela lo tenía todo preparado.
Alyssa pensaba que iba con tiempo de sobra para decirle a su padre que no quería más de las decoraciones de su abuela, al parecer, tener esa conversación un mes antes de la fecha no había sido suficiente. Se prometió que para el siguiente año, tendría la misma conversación con su padre con al menos seis meses de antelación, así podrían comentarlo con Amelia sin correr riesgos.
No podía imaginarse cuál excusa usaría porque su corta edad solo le daba argumentos que no eran muy convincentes y que, en la mayoría de los casos, hasta a ella le sonaban crueles.
Y es que así es la infancia, cruel con la gente que se tiene al rededor porque esa «vergüenza» a decir algo indebido es un mundo desconocido hasta que alguien comenta que ya estás mayor para hablar de esa manera tan irrespetuosa y mal educada.
Alyssa nació con esa vergüenza incluida ya que no se atrevía a decirle la verdad en su cara a nadie, solo por temor de hacerle sufrir.
Sonrió con pesar recordando lo mucho que odió el regalo que una vecina le dio el año anterior. Nunca, en su corta existencia, había visto una muñeca de porcelana tan espantosa. «¿Quién regalaba muñecas de porcelana en esa época?» se preguntó tras rasgar el envoltorio. En ese momento, supo que debía controlar sus facciones porque si no, su dulce y encantadora vecina se sentiría muy triste de saber que a ella, esa muñeca, le parecía espantosa. Por fortuna, la muñeca fue a parar en el fondo de un baúl que la niña ya casi ni abría porque sus gustos cambiaban con rapidez. Ese baúl estaba lleno de bebés de plástico con sus accesorios; además de una buena cantidad de animalitos de peluche que, en algún momento, fueron los suplentes de los falsos bebés que ahora les acompañaban.
Hasta el año anterior, le pareció que decorar su fiesta con su personaje de Disney favorito era bueno. Después de ir a la súper divertida fiesta de cumpleaños de Marcy, empezó a encontrarle algunos defectos al titánico esfuerzo de su abuela. Y todos los globos rosa, así como los personajes de Disney, empezaron a parecerles insoportablemente aburridos.
Quería algo más sencillo, con menos rosa, quizá más negro o gris y algún otro color que le combinara que no fuesen tonos pasteles. Estaba cansada del clásico plan «princesa» que solía usar su abuela. Claro, Marcy contaba con su madre que era una experta decoradora; y con su padre, que siempre estaba con ella para todo lo que necesitara.
Alyssa sintió un pequeño nudo en la garganta.
Su padre, por segundo año consecutivo, tuvo una emergencia en el hospital y no pudo estar presente en la fiesta. Sabía que su papá era un héroe que salvaba la vida de muchos, pero le habría gustado en ese momento tener un padre como el de Marcy que siempre estaba en casa; o como el de Jenna, que llegaba cada tarde a las seis para cenar con la familia. Incluso, le gustaría un padre como el de Lucille que también era médico y siempre estaba en casa cuando era necesario.
Lo amaba, y ella sabía con certeza que él le correspondía de la misma manera. Se lo veía en sus ojos cuando la cargaba y la abrazaba. O cuando la llenaba de besos por las mañanas.
Suspiró de nuevo. Algún día eso cambiaría. Quería una familia completa, con madre incluida. Hermanos. Primos.
Si su padre seguía con aquel trabajo, no tendría tiempo de conocer a nadie que le diera lo que tanto anhelaba. Porque sabía cómo era que venían al mundo los bebés. Nadie podría engañarla con la historia de la cigüeña porque su padre le enseñó la verdad desde la primera vez que se lo preguntó y le parecía muy gracioso ver a sus amigas debatiendo sobre cuál es la verdad de todo ese asunto: ¿la cigüeña o las abejas? Pero ella sería incapaz de decirles que eran unas tontas y que la verdad era que para hacer un bebé hacía falta el amor de un hombre y una mujer. Además, tenía poder para decirlo porque, su padre, que era médico, se lo explicó.
Alyssa se guardaba sus opiniones para no herir los sentimientos de sus amigas o mejor dicho, para no colocar entre dicho la palabra de sus padres y que sus amigas pensaran que ellos les mentían. No. Ella se guardaría la historia para más adelante, cuando tuvieran más edad. «A la gente le da vergüenza hablar de eso» aseguraba su padre.
Ella no entendía el porqué, si amarse estaba bien y se sentía genial.
Entendía que el mundo de los adultos era muy extraño para ella, como cuando le preguntó a su papá si amó a su madre. Él le respondía que sí, aunque ella sabía que, en el fondo, se guardaba una verdad que no anunciaba para no lastimarla. Reconocía la mirada porque se llenaba de pesar tal como lo que le embargaba a ella cada vez que le ocultaba una gran verdad a alguien para no herirle los sentimientos. Entonces, Alyssa percibía que su padre sintió un gran sentimiento hacia su madre, sincero y que en cierto modo le hizo feliz aunque su mirada no se cargaba de brillo hablando de su madre como cuando hablaba de la chica que fue muy especial en su vida. Su padre solía decirle que cuando ella se hiciera muy mayor, prometía contarle todo acerca de sus sentimientos, y que en tanto iba creciendo, tendría que conformarse con lo que le decía.
A Alyssa le habría gustado que sus padres hubiesen sido como los de Carlyn, que ya no se querían más y vivían en casas separadas. Eso le daría la tranquilidad de saber que su madre seguía con vida. Pero no, su madre se convirtió en un ángel cuatro años después de que ella naciera. A veces, le llegaban algunos recuerdos de sus ojos y la forma tan amorosa con los que la veía. Tenía un montón de fotos de su madre que no podían llenar el vacío que ella le dejó, pero al menos contaba con algunos recuerdos de ella plasmados en aquel papel fotográfico.
Le gustaba pensar que si su padre se enamoraba de nuevo, conseguiría tener una madre que aunque fuera postiza, ella la recibiría encantada. Su abuela era su abuela y sabía diferenciar las cosas que sus amigas hacían con sus madres y que ella no las hacía con su abuela porque le parecían una locura o porque el cuerpo de su abuela parecía más lento que el de cualquiera de las madres de sus amigas. Su padre le decía que su abuela ya estaba mayor.
—¡Cariño! —Amelia se acercó a ella sonriente—. ¿Qué haces aquí tan sola?
—Pensando en el deseo que voy a pedir este año al soplar la vela, abuela.
Amelia le sonrió cariñosamente.
—¿Vas a pedir algo diferente?
—No. Solo estaba concentrándome para hacerlo mucho mejor este año, a ver si ahora sí se me cumple. No puedo decirte qué es.
Amelia sonrió como cada año al tener esa misma conversación.
—No se lo digas a nadie porque los deseos no se comparten hasta que se hayan cumplido. Y si ya estas lista, vamos a echar ese deseo al aire que ya los invitados nos esperan alrededor de la tarta.
Alyssa y Amelia caminaron juntas tomadas de la mano hasta la gran mesa en la que descansaba una tarta de tres pisos, llena de merengue blanco y decorado con unas delicadas flores. Alyssa pensó en que le habría gustado más una tarta con la forma de alguno de sus objetos favoritos como un bolso, zapatos o artículos de maquillaje tal como en la fiesta de Marcy. Pero eso era lo que le correspondía a ella y en cierto modo, se sentía afortunada de tenerlo. Mejor eso que nada.
Los invitados terminaron de entonar el cántico respectivo y ella cerró los ojos con fuerza mientras pensaba:
«Deseo una novia para mi papi, que nos ame tanto como le amaremos a ella. Deseo que mi papi trabaje menos para así pasar más tiempo juntos»
Sopló con toda las fuerzas y el viento elevó su deseo al universo que, en ese mismo instante, pasó a trazar un elaborado plan que cambiaría la vida de su padre por completo y le daría a ella el deseo que tanto anhelaba.

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La vida le otorga una segunda oportunidad a Ellie Griffin.
Es una chica soñadora, que decidió creer en las promesas de amor del hombre equivocado. Y esta segunda oportunidad, la obliga a tener una cercanía con el Dr. Sean Norton; un hombre que no le atrae en lo absoluto y que ha intentado conquistarla sin éxito alguno.
Ellie sabe reconocer que Sean es perseverante, pero ella no está interesada. Tiene una gran herida por sanar y no le apetece enredar más las cosas.
Sin embargo, Sean, que jamás se dará por vencido, idea un plan maestro para mantenerse junto a Ellie y enseñarle cómo es el amor real y cómo se merece ella ser amada.
¿Logrará Ellie abrir los ojos y darse cuenta de que Sean es ese hombre «perfecto» que siempre soñó?
¿Conseguirá descifrar cuáles son los verdaderos deseos que alberga su corazón?
Sean caminaba como león enjaulado fuera del hospital en la zona de urgencias.
Sintió una fuerte presión en el pecho cuando vio a la ambulancia enfilarse en el camino hacia el lugar en el que él esperaba con un equipo de enfermeras.
También sintió nauseas. Quiso vomitar mas no era el momento.
Ellie le necesitaba calmado y con sus sentidos bien puestos.
Cuando las puertas de la ambulancia se abrieron y sus ojos se cruzaron con los de Leah, la poca calma que le quedaba se fue al infierno.
Leah llevaba los ojos enrojecidos y su mirada no auguraba nada bueno.
Los paramédicos hicieron su trabajo y bajaron de la unidad a Ellie que yacía inconsciente en la camilla en la cual estaba siendo trasladada.
Estaba pálida y unos surcos oscuros enmarcaban sus dulces ojos.
—Sobredosis de benzodiacepinas —comentó con rapidez uno de los paramédicos mientras levantaba la camilla para hacerla rodar hacia la entrada del hospital—. Esto lo encontró su amiga, no son de ella —el paramédico le entregó a Sean un bote cilíndrico de plástico color naranja que estaba vacío—. Tiene pulso débil, no sabemos cuántas pastillas tomó y probablemente ocurrió hace unas cuatro horas —el hombre siguió dando las indicaciones a Sean de la forma en la que, junto a su compañera, procedió al momento de llegar a casa de Ellie.
Sean se obligó a prestar atención aunque su concentración era escasa y se desvanecía aún más cuando veía el mal semblante de Ellie.
Ellie fue llevada a un cubículo de emergencia en el que los enfermeros se dispusieron a atenderla según las órdenes que el Dr. Norton les diera.
Y Sean apenas podía pensar.
Por la cantidad de horas que se presumía habían pasado entre la ingesta de pastillas y el traslado al hospital, un lavado gástrico no serviría de nada. Las pastillas ya habían sido absorbidas y el estado de inconsciencia de Ellie podría complicar la expulsión de fluidos de su estómago.
Debían aplicar el antídoto.
—Dr. Norton ¿Está bien? —la enfermera Sabine Smith lo vio con preocupación y este asintió, intentando demostrar una seguridad que no tenía.
Le temblaban las manos y las piernas. Pero no podía demostrar que se encontraba fuera de sí; lo primero, era la vida de Ellie y él mismo era quien debía salvarla.
No podía perderla.
Su corazón se encogió nada más de pensarlo y sintió de nuevo las náuseas.
Tragó grueso. Los ojos le escocieron.
Se obligó a darles algunas órdenes a las enfermeras que en ese momento se encargaban de Ellie en tanto él se acercó a la chica que era la dueña de su corazón desde la primera vez que la había visto en una sala de emergencia hacía varios años.
—No te voy a dejar ir, Ellie.
Los signos vitales de Ellie se hicieron más lentos, parecía querer rendirse y eso enfureció a Sean que, por un momento, quiso reclamarle la estupidez que acababa de cometer.
Sentía rabia y dolor al mismo tiempo.
¿Qué la había llevado a hacer algo así?
—Sean —el médico de urgencias que estaba de guardia con él ese día lo devolvió a la tierra. Seguía de pie, frente a Ellie, se sintió las mejillas húmedas y le tenía la mano sujeta a la chica. Su compañero le puso una mano en el hombro—. Lo haré yo. No pueden perder más tiempo.
Sean entendió que sus sentimientos le estaban jugando sucio. Prevalecía sanar la vida de la mujer que más amaba en el mundo y esos mismos sentimientos le nublaban el juicio anulando sus capacidades para curarla.
Asintió, derrotado, viendo a su compañero a los ojos.
—Te voy a pedir que te retires.
El Dr. Norton observó a los guardias del hospital acercarse al cubículo. No podía culpar a su colega de exagerado, a él mismo le había tocado presenciar alguna escena así en el pasado y sabía que la forma en la que procedían era la correcta. No pondría resistencia.
Lo entendía bien.
Asintió de nuevo y varias lágrimas le resbalaron de las mejillas.
Le dio un beso dulce a Ellie en la frente.
—Ponte bien, cariño. Por favor. Te necesito sana.
Varias enfermeras lo vieron con absoluta compasión. Otras, dejaron ver ternura hacia el hombre que hacía suspirar como adolescentes a sus compañeras de trabajo. No sabían que esa era la mujer que él amaba en silencio.
Se apartó y salió escoltado por los guardias que lo acompañaron hasta la sala de espera en donde Leah se echó en sus brazos para compartir la angustia que sobrecogía a ambos en ese momento.
Cuando la alarma del código azul se activó, le hizo sentir un terror que en su vida había sentido. Y, de pronto, todo se detuvo en los segundos más infernales de su vida.
—Sean —La voz de Leah salía temblorosa y fina—. ¿Qué es el código azul? ¿Por qué todos corren? ¡ELLIE! —el grito de Leah estaba cargado de pánico.
«Por favor, Dios. No me la quites» fue lo único que pudo pensar Sean mientras impedía que Leah saliera de la sala de espera.
«No te la lleves todavía, te lo suplico».

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Ryan Griffin es un hombre guapo que se conforma con tener a Vanessa a su lado porque no quiere encontrarse solo.
Le teme a la soledad y por ello aguanta cualquier manipulación proveniente de la mujer que todos parecen querer sacarle de encima.
Lo que los demás no saben es que Vanessa es su zona de confort. Para Ryan, acercarse a una chica desconocida y dar ese primer paso para conocerla representa un verdadero estrés. Agradecía que la vida le hiciera bien parecido y acercaba a las chicas a él, que las aceptaba sin ponerse muy exigente.
En cambio, Courtney Moore es una mujer que sabe muy bien cómo irse de cacería y sabe cuál es el tipo de presa que desea meter en su cama: una que no quiera ni compromisos ni ataduras porque ella asegura que se encuentra feliz como está en la soledad de su hogar.
Y la vida siempre haciendo sus jugadas estratégicas, coloca a estos dos personajes en la misma ciudad, uniéndolos por varias coincidencias que los llevarán directo a desatar la pasión desenfrenada entre ellos, haciéndoles entender que la soledad no es buena consejera y que la pasión y el deseo siempre pueden darle paso al amor.
¿Podrán encontrar la felicidad juntos?
Cuando Courtney entró en el edificio en el que vivía Ryan, decidida a expresarle lo arrepentida que estaba de haberle negado la oportunidad de estar juntos de otra manera que no fuese ocasional y en la cama, sentía que estaba haciendo lo correcto.
Y eso le daba pánico.
Porque sabía que ese sentimiento solo podía ser fruto del amor.
Bueno, no lo sabía, seguía sin saberlo porque nunca lo había sentido por nadie. Pero admitía que Ryan le hacía sentir cosas muy especiales que sobrepasaban a los buenos ratos de sexo; y que, cada día que pasaba, necesitaba a Ryan a su lado.
Aquello debía ser una clara señal ¿no?
Además, la conversación que tuvo con Ian, ese mismo día, le aclaró la mente en todos los aspectos que tenían relación con Ryan y su vida personal.
Necesitaba a Ryan su lado, porque lo amaba.
Sonrió con picardía porque era liberador poder admitirlo sin problemas, sin embargo, aún sentía algunos temores con respecto al futuro y la forma en la que el amor afectaría su vida.
Intentaba concentrarse en la conversación con Connor unas semanas antes, cuando su hermano le aseguró que su esposa seguía siendo ella y luchando por sus sueños a pesar de que se había convertido en esposa y en madre.
No sabía si ella podría hacerlo pero si no lo intentaba, no lo sabría nunca.
Si para tomar una decisión definitiva debía poner en un lado de la balanza: «perder a Ryan» y del otro «ser su novia, esposa, amante, madre de sus hijos o lo que él quisiera sin dejar a un lado su vida profesional»; para saber qué le dolía y asustaba más, de seguro la balanza se inclinaba a lo primero.
Perder a Ryan superaba —en creces— todos sus miedos.
Y suplicaba a Dios que le diera una nueva oportunidad con él.
Suspiró y se frotó las manos mientras esperaba el ascensor.
Exhaló el aire como su maestra de Yoga le enseñó a hacer.
—Todo va a estar bien, Courtney, cálmate. No parecen cosas tuyas —murmuraba mientras las puertas del ascensor se abrían y ella entraba.
La noche estaba helada. Estaba nevando, faltaban tres días para Navidad y su vida, en el último año, había cambiado tanto.
Un ascenso que le llevó a mudarse a Nueva York y que, posteriormente, le llevó a encontrarse con Ryan. Parecía como si la vida lo hubiese planificado todo.
Ese pensamiento le inyectó fuerzas para dejar sentir con mayor intensidad a su corazón. Courtney estaba descubriendo sentimientos que en su vida habría sentido por otro ser humano.
Y tenía tiempo sintiéndolo, solo que no quería darse cuenta de la verdad que llevaba en su interior.
¡Tan bien que estaba ella con su trabajo y sus amigos ocasionales!
Bufó.
Con su trabajo. Punto.
Inhaló y exhaló aire una vez más cuando las puertas del ascensor se abrieron en el piso en el que ella debía bajarse.
A la derecha, estaba un ventanal que dejaba ver la nieve caer.
Le gustaba el invierno, la ciudad cubierta de nieve, aunque era muy poco práctica y peligrosa en ciertas ocasiones.
Caminó por el pasillo con torpeza, los nervios no la dejaban moverse con facilidad.
Iba a hacer —prácticamente— una declaración de amor y se sentía como una adolescente que va a enfrentarse al chico que le gusta del colegio.
Cuando dobló en la esquina para enfilarse al segundo pasillo, en el que se encontraba el apartamento de Ryan, sintió gran ansiedad. El corazón parecía que se le quería salir por la boca.
Se detuvo frente a la puerta y tocó el timbre.
Se escucharon pasos del otro lado.
Cuando por fin la puerta se abrió, por poco se le cae el alma a los pies al descubrir que quien le abrió la puerta no era Ryan.
—¿Te puedo ayudar en algo? —la mujer en cuestión, era lo opuesto a ella. Sin curvas, diminuta, con el cabello rubio, y una vestimenta que le recordaba a las elegantes amas de casa de los años 60.
Muy-opuesto-a-ella.
La chica abrió los ojos y levantó las cejas esperando una respuesta de su parte.
—¿Vanessa? —Ryan apareció detrás de la chica con tan solo una toalla en la cintura y algunas gotas de agua que se le resbalaban de la piel de los brazos.
Courtney se llevó una mano a la boca del estómago.
Vanessa.
Courtney estaba intentando asimilar la escena.
Vanessa era la ex de Ryan. La ex que ya no le importaba.
¿O sí?
En ese momento, Ryan ladeó su cabeza para ver quien llamaba a su puerta y la vio.
Palideció por completo, mejor dicho.
—¿Courtney? —Ryan intentó llegar a ella pero Vanessa lo interceptó y lo tomó por el brazo dejando a la vista un bonito anillo de compromiso en su anular.
Courtney frunció el ceño y sintió que los ojos le ardieron como nunca en su vida.
Quizá no era tan ex.
Quizá ella era la estúpida que se creyó la historia del amor puro y maravilloso de parte del hombre más cruel del mundo.
Lo vio confundida.
No se podía creer que Ryan le hiciera eso.
Se frotó de nuevo la boca del estómago y retrocedió cuando vio que Ryan daba unos pasos hacía ella.
La que estaba de más allí, era ella.
No había nada de qué hablar.
Se dio la vuelta y dejando las lágrimas correr, aceleró el paso para llegar cuanto antes al ascensor y salir de ahí.
Necesitaba salir de la vida de Ryan para siempre.
Sabía que entregarse al amor no era buena idea.
—Nunca más, Courtney. Nunca más.